miércoles, 11 de diciembre de 2013

La mortificación de Don Juan

El padre Juan lleva cuatro años ocupando la vacante de sacerdote en un pueblo de la provincia de Burgos. Cada poco tiempo, no más de un trienio, esta plaza quedaba libre; los sacerdotes huían, incluso amenazaban con colgar los hábitos si la santa madre iglesia no atendía a la petición de ofrecerles otro destino. En el caso del padre Juan, sólo en dos ocasiones ha estado a punto de sucumbir a la llamada de auxilio, pero sacó fuerzas de donde no creía tenerlas y aguantó estoico el aluvión de insensateces y pecados. En la población nadie ha cometido delitos de sangre, pero menos el quinto, el resto de leyes sagradas son vilipendiadas a la mínima por la mayoría de los habitantes. Lo peor es la constante reincidencia, y la falta de arrepentimiento que muestran en el turno de confesiones. Eso es lo que poco a poco ha ido mermando la buena voluntad, y las nobles acciones a las que Don Juan les tenía acostumbrados.

Hace un par de años, el sacerdote instauró en las tardes de los sábados el ejercicio de las confesiones, que tienen lugar en la taberna del Castellano, pues observando los hábitos de la población, fue consciente que de otra forma era imposible hacerlo. Salvo cuatro viejas amojamadas nadie más se acerca a la iglesia, ni si quiera para admirar su riqueza arquitectónica. Cuatro años han transcurrido desde que llegara una mañana de frio extremo a la plaza del pueblo, y se quedara mirando la fachada gótica de la iglesia acongojado. Sin embargo, no tardó mucho en aflorar su gran fuerza interior y perseverancia, para llevar a cabo una labor evangelizadora en uno de los puntos negros, que tenía señalado el obispo de Burgos en el mapa de la provincia. Él sabe que no ha mejorado mucho, porque la iglesia sigue sin fieles, pero al menos ha conseguido que reconozcan y verbalicen sus malos actos. El Castellano siempre tiene una mesa reservada para él; la más alejada de la barra y del jolgorio de las borracheras. Entre hipos y eructos, el padre Juan escucha las mismas confesiones todos los sábados, de tres a cinco.

- Si yo a usted le entiendo, padre, pero ya sabe... una cosa es la teoría y otra la práctica. Además cuando me enciendo, es que no pienso – el parroquiano deja escapar algunos gases por la boca, haciendo bastante ruido - perdón padre... - Don Juan cierra los ojos, gira su cabeza y hace un gesto de apremio con la mano- ...es que se me nubla la mente ¡y enloquezco! - le cuenta, mientras acaba su copa de vino.
- Pues hay que pararse a pensar y, razonar un poco. También te vendría bien beber menos... - el sacerdote le da la absolución sin mirarlo, tiene los ojos clavados en la mugrienta madera de la mesa, donde puede leer perfectamente: "a Dios también le gusta el vino".

Las mujeres son otro cantar, las más ancianas pasan las horas adormiladas como gatos negros en los bancos de la iglesia, y las jóvenes son muy escurridizas, pero no pierde la esperanza de que, algún día conseguirá acercarse a ellas y hacerlas recapacitar.
Sin duda el peor de todos es Ramiro Tarrantantúa, al que Don Juan a menudo le dice, que no es necesario que se confiese si no le apetece, pero Ramiro no es un hombre muy despierto, y no capta el verdadero mensaje que le lanza el sacerdote; "padre, yo como todos los demás", le contesta, hinchando el pecho, porque está harto de quedarse al margen de todo, y es en el acto de la confesión donde siente que puede sumarse al grupo sin llamar la atención, ni ser rechazado. Este hombre se ha convertido con el paso del tiempo en su cruzada personal. De mil maneras ha intentado corregir "su desviación", así se refiere Don Juan a la conducta animal e insaciable de Ramiro. Para corregir sus impúdicos actos, hace un mes que le ofreció la guarda y el cuidado de los difuntos, pensando que no podía encontrar entre estos las tentaciones carnales que siempre halla en cualquier ser vivo.

Por hoy ha terminado su jornada en la taberna; el sacerdote regresa a la iglesia caminando cabizbajo, va sorteando los adoquines rotos, y observa esperanzado los primeros brotes de hierba que asoman por entre las grietas del empedrado. Se consuela pensando que, después de todo no ha sido un mal día, pues se ha librado de la terrible confesión de Ramiro, para quien pide a Dios todos los domingos que se lo lleve y lo acoja en su reino cuanto antes, pues ya le es difícil soportar su falta de escrúpulos y su conducta viciada. 

Cuando llega frente a la casa del señor alza la vista en busca de cobijo espiritual y contempla abatido que, en su ausencia algún cenutrio ha roto a pedradas las vidrieras del rosetón... Algo se remueve en su interior, empuja con violencia los portones y se dirige a paso rápido hacia el presbiterio, donde se arrodilla exhausto. Con los brazos en cruz reclama la atención de un dios que lo ha dejado solo hace mucho tiempo. Entre sollozos repite la misma cantinela de todos los sábados, "padre, perdóname. Confieso que me he sentido tentado de utilizar la fuerza contra alguno de tus siervos, que incluso he pensado y llevado a mi imaginación actos violentos... ¡ay padre, ayúdeme!, no sé qué me está pasando...". Permanece durante horas postrado ante una talla del siglo XIV que, reproduce la agónica imagen de un cristo crucificado. Poco a poco el paso del tiempo le devuelve el sosiego, siente como sus palpitaciones van remitiendo, y deja de respirar por la boca como un pez moribundo. En uno de sus últimos actos de fe, junta sus manos con fuerza, entrelazando los dedos y los lleva hasta sus labios que, encadenan en susurros repetitivas oraciones. Terminados los rezos, se prepara para la eucaristía, sobreponiendo a la sotana la túnica blanca, que se ciñe al cuerpo con el cordón de color oro. Por un momento se queda abstraído, está sentado en el segundo escalón que precede al altar, jugando con las borlas del cíngulo entre sus manos, y es en ese momento cuando se dice a si mismo que, no es más que un hombre, sencillamente eso... un hombre que nada a contra corriente, y al que no le quedan muchas fuerzas para seguir dando brazadas...

Su paz interior es interrumpida por la presencia de Ramiro, que se arrodilla a su lado y empieza a hablarle atropelladamente.

- Usted, usted me dijo que... que los animales también son criaturas del Señor, pero...
- ¿Otra vez, hijo mío?- el cura se cubre el rostro con las manos.
- Si, si, no he podido evitarlo, pero no es eso...- Ramiro habla tan cerca de la cara del sacerdote que le salpica de saliva. - ¿Y los difuntos, padre?
- ¡Virgen Santa! ¿qué has hecho? - Don Juan se pone en pie y se limpia la cara con una manga del alba.
- Usted me conoce, soy muy fogoso.
- Un depravado es lo que eres.
- ¿Cuántos padres nuestros tengo que rezar por eso?- dice Ramiro, todavía arrodillado como aparentando arrepentimiento.
- ¡No lo sé! Ahora mismo no puedo pensar con claridad.- El padre Juan retuerce con fuerza entre sus manos el cíngulo dorado; sólo él mismo y dios saben lo que está pasando por su cabeza...
- Padre, no se atore que, no fue más que la puntita...
- ¡Cállate! Cómo has podido hacer semejante aberración, ya no respetas ni a los muertos.
- Pero si... no fue nada... además ellos ni sienten, ni padecen.
- ¡Calla, degenerado!- Don Juan desata el nudo del cordón que le ciñe el alba y, con un movimiento rápido que pilla por sorpresa a Ramiro, se lo ata al cuello.
- Padre que... me está... apretando.

Ramiro sale de la iglesia todavía con el susto metido en el cuerpo, frotando con sus manos la marca que le ha dejado en el cuello el cerco del cíngulo. Camina unos metros como pensativo... busca con la mirada el poyete que señala el comienzo de las tierras de su tío, coge asiento y se entretiene observando cómo se desplaza el rebaño de cabras que dirige su primo. Visto desde lejos, el conjunto de animales se mueve lentamente, como las nubes, creando formas con las que Ramiro se recrea, igual que cuando era niño. El rebaño se le acerca por la vereda. El perro pastor que va de avanzadilla lo olfatea a una distancia prudencial, y pasa por delante de él sin mirarlo, igual que su primo y el resto de animales que, desfilan sumisos por el sendero. Una de las cabras se queda rezagada del grupo y emite un par de balidos entrecerrando los ojillos. Ramiro interpreta la voz cabruna de la misma forma que lo haría un macho cabrío; tensa su cuerpo aferrando las manos a sus rodillas hasta clavarse las uñas y, entre dientes le dice al animal: "no me mires así, cabrita...".

Mientras tanto las mujeres más ancianas acuden a la iglesia, extrañadas por no haber oído el tañido de las campanas, que habitualmente las convocan para celebrar la eucaristía. Cada una se dispone a ocupar su lugar en los bancos más cercanos al altar, avanzan a pasos cortos y en hilera. Todas se sorprenden cuando ven al padre Juan agarrado a una de las columnas que sostienen el crucero; tapan sus bocas y se persignan varias veces, conmovidas por lo que están viendo. El hombre está asido a la piedra con verdadera desesperación y arremete contra ella con la cabeza... Cuando empiezan a fallarle las fuerzas, su cuerpo resbala lentamente por los nervios de la columna, hasta dar contra el suelo. Entonces las mujeres se acercan y le rodean, sin atreverse a tocarlo, porque inexplicablemente el padre Juan está jurando en hebreo, sacudido por violentos espasmos.

Media hora más tarde, se formaron en la puerta de la taberna los primeros corrillos, que acogieron al chismorreo y el estupor. Fueron varias las conjeturas y dudas que surgieron, pues nadie tuvo claro cuál era la procedencia del cura, ni a qué orden religiosa pertenecía. Ante tanta incomprensión y desconocimiento le cargaron el muerto al diablo, que para estos casos de enajenación es el más apropiado.

Al día siguiente, cuando llegaron los del hospital con su semblante serio y sus trajes blancos, todos sintieron pena por él, al verlo inmovilizado en la camilla, tan pálido y con la mirada fija en el cielo, que esa mañana era de un azul intenso.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Lola

Fermín no salía de su asombro al leer el texto manuscrito que le había dado su coronel. Escrito en una especie de albarán que, utilizaban en el cuartel para dispensar los alimentos y las mudas de ropa, podía leer su nombre casi pegado al de ella. Tantas veces se había preguntado qué tendría esa mujer que, cuando tuvo en sus manos la oportunidad de averiguarlo, sintió miedo. Él sabía de su existencia porque su nombre andaba de boca en boca, provocando fuegos a media noche, saltando de petate en petate hasta terminar en un ahogado suspiro, disimulado entre un trozo de manta asida por los dientes. Y si al principio dudó entre quedarse con aquel premio o venderlo, todas sus dudas se disiparon al leer al pie del papel la palabra en mayúsculas que decía: "intransferible". Entonces supo que estaba condenado. Ya se imaginaba por las noches vagando como un sonámbulo, lanzando miradas de súplica a la luna y, pidiendo inútilmente al firmamento que le concediera unos minutos junto a Lola.

Quiso compartir su temerosa alegría con Paco, su mejor amigo. Le buscó por todo el campamento hasta que dio con él en la hondonada que, unos meses antes había causado un bombardeo. Paco estaba acostado, con los ojos cerrados; un leve movimiento de Fermín hizo que algunas piedras se desprendieran del borde del agujero y rodasen hasta el fondo, llegando a caer muy cerca de la cabeza de su amigo.

- ¿Quién va?- pregunta, cegado por la luz del sol.
- Tranquilo que soy yo. Mira lo que me ha dado el coronel Rosales...

Espera a que su amigo ascienda y se siente con él en el borde. Le muestra entonces no más que la esquina del papel amarillento.

- No veo nada ¿qué es eso?, - se lo arranca de las manos dando un pequeño tirón. - ¡Serás...! pero ¿qué has hecho?.
- En realidad nada bueno, creo... le salvé la vida "al sanguijuela". Y ya ves... ¿pone dos, verdad?. Es que no lo leo bien.
- Ya, ya... no lo leo bien. Podrías regalarme uno.

Fermín recupera el papel de las manos de su amigo y subraya con su dedo índice la palabra escrita en mayúsculas.
- ¿Y qué va a hacer Rosales si descubre que lo has compartido? ¿mandarte al paredón por conspiración?
- Ese es capaz...

Las carcajadas de los dos amigos se ven interrumpidas por la presencia de una sombra alargada que, se proyecta junto a la de ellos. Fermín se guarda hábilmente el papel entre la camisa. Ambos giran sus cabezas y se sorprenden al ver al sobrino de Rosales que, plantado cual pasmarote les ofrece una sonrisa bobalicona.

- Ya te confirmo yo que no hiciste bien, Fermín.
- Calla - le dice, dándole con el codo. - ¿Qué buscas Manuel?
- A ti, quería darte las gracias por haberme salvado la vida, amigo. - Manuel se agacha y lo abraza.
- Venga, suéltame ya... No es para tanto, seguro que tú hubieras hecho lo mismo.
- No sé yo... - apostilla Paco, por lo bajini.
- Me tienes para lo que quieras, amigo. - Manuel se despide de ellos con un saludo militar que, hace arrancar de nuevo las carcajadas de Fermín y Paco.
- Menuda rata... Amigo, te dice... si éste no sabe de amistades. Bueno, a lo que íbamos ¿vas a compartirlo conmigo?

Fermín se levanta, apura el cigarro que ya no es más que una colilla entre sus dedos y, niega con la cabeza. Se despide de su amigo imitando el movimiento que minutos antes hizo Manuel; los dos ríen de nuevo.

- Voy a tumbarme un rato que, esta noche me toca guardia.
- Ya sé con quien vas a soñar...

Regresa a su tienda y prepara el saco para echarse un rato, piensa que con una hora será suficiente para aguantar toda la noche en vela. Comparte la guardia con Lucio y sabe que con él es difícil que le venza el sueño; el gaditano es conocido por los chistes verdes que cuenta y, unas historias de lo más rocambolescas que, según dice han ocurrido en su pueblo, pero todos sospechan que se las inventa para entretenerles. Fermín cierra los ojos recordando la última que le contó, se dibuja en su boca una leve sonrisa y empieza a sentir su cuerpo pesado. Sin embargo, a los pocos minutos sus pensamientos se desbaratan y, desaparece por completo la somnolencia cuando el nombre de ella se instala en su mente. Comienza entonces a maquinar un plan para que el encuentro con Lola sea perfecto e inolvidable.
Decide que no puede presentarse ante ella con el uniforme de soldado raso; tendrá que pedir turno para vestir el traje de chaqueta que, comparten entre todos. Sabe que no puede ir con su carita de pubertad recién estrenada y, pretender que Lola no se cuestione su inexperiencia; "me dejaré barba, sólo serán dos semanas y... a ver cuándo me toca ponerme el traje... calculo que en un mes lo tendré todo listo".

Sucede que el tiempo se ralentiza cuando uno quiere que pase más rápido y viceversa; a Fermín se le hicieron interminables las dos semanas y media que tardó en crecerle la barba, más las otras dos que tuvo que esperar su turno para llevar el traje de los domingos. Mientras tanto hacía incursiones al campo para coger algunas flores que, después guardaba entre las páginas de la biblia. Recordó el gusto que sentía su madre por las flores secas y, como él acostumbraba a extrapolar los placeres maternos para el resto de mujeres pensó que, a Lola le encantaría aquella composición de naturaleza muerta.

Llegó el gran día y ya desde bien temprano empezaron a flojearle las piernas, imaginando lo que le esperaba. Todos los del regimiento bromearon con él; a su paso, movían la pelvis de atrás hacia delante y le vitoreaban como si fuera un torero. A Fermín aquello le disgustaba, hubiera preferido mantenerlo en secreto, pero fue imposible. En el campamento se sabía todo y, no había manera de conservar lo más mínimo de intimidad. Durante gran parte del día anduvo ruborizado por algunos gestos que tildó de impúdicos y, sólo se sintió cómodo ante la presencia de sus dos amigos, Lucio y Paco.
- Ya lo tengo todo listo. Deseadme suerte, amigos.
- Ya era hora... - dice Paco.
- Te deseo suerte y brío, compadre... que la Lola tiene mucha bravura en sus carnes. - Lucio le da dos manotazos en la espalda.
- Soy joven, ¡mis carnes también están embravecidas!.
- Pues tienes una pinta con ese traje ...
- Me hace mayor ¿verdad?
- Te hace parecer viejo y... tristón.
- Pues estoy... como unas castañuelas, Paco.
- Anda sonríe un poco que, parece que vayas a tu entierro, en vez de a echar dos polvos.
- En mi pueblo hubo una vez un hombre que fue a...
- Lucio... ahora no es momento, - interrumpe Paco.
- Ya me cuentas esa historia a la vuelta. Adiós amigos.

Llegar hasta la casa de Lola requería de valor, pues había que andar por campo abierto y, si bien los compañeros de las guardias estaban avisados de cualquier correría nocturna, nunca se tenía la certeza de caminar con seguridad. A Fermín ya le advirtieron que, tendría que andar gateando por algunos tramos, a fin de evitar las balas enemigas. Y al mismo tiempo debía tener cuidado en no dañar los pantalones que eran propiedad de todo el regimiento.

Al chico le cae el sudor a chorros, empapándole los cuellos amarillentos de la camisa, pero en ningún momento desfallece su ánimo y consigue llegar sano y salvo hasta la pedanía; "...la primera, nada más llegar al pueblo. Es blanca y con las rejas verdes. Hay dos olivos delante", eran las indicaciones que le había dado Lucio. Pero él encuentra la casa recién pintada de amarillo, con las rejas rojas, repletas las ventanas de geranios; todo un tributo a la bandera española. Los dos olivos custodian la entrada como perros guardianes.
Antes de llamar a la puerta estira las mangas de la chaqueta y sacude los pantalones, cuando cree estar listo, golpea con los nudillos la madera. No tarda mucho en abrirse la puerta, dejando escapar un olor a vela como el de las iglesias, lo que reconforta de inmediato al muchacho. Frente a él aparece una mujer anciana que, con cara de hastío le dice: "Lola no atiende hasta la semana que viene, pásate el martes a ver qué tal va la cosa...". Fermín se derrumba en milésimas de segundo; junta sus manos como si fuera a pedirle un favor a la virgen y, con un hilillo de voz le ruega a la anciana que le deje pasar.

- Por favor, sólo verla y ya está.
- Eso dicen todos y después se quedan durante días... que no salen ni para comer.
- Quiero verla. - le dice, con esa mirada tan tierna que él no sabe que pone cuando se desespera.

La anciana se compadece de él, "venga, si eres sólo un chiquillo". Se apoya en su brazo y lo acompaña hasta una puerta que está abollada y con los goznes desportillados; chirría al rozarla y la mujer no la abre más que un palmo. A través de ese minúsculo espacio, Fermín contempla la grandeza de Lola que, dormita abrazada a una almohada. A ratos parece que se debata entre la vida y la muerte, por los espasmos de dolor que está sufriendo; se encoje apretando el almohadón con fuerza, contra su bajo vientre. Él la observa quieto y en silencio, tan sólo es capaz de escuchar el galope de su corazón que, parece que se le va a salir del pecho... Contiene la respiración al ver que Lola se despereza, retira parte de las sábanas y deja entrever su sexo. Fermín coge aire y abre con cuidado la puerta. Aunque es empujado por un deseo irracional, consigue frenar la carrera y entra muy despacio, pero decidido, desatando torpemente la cuerda que le sujeta los pantalones. De repente se detiene, al sentir el cañón de un arma apuntándole en la cabeza.

- Vete ahora.- La anciana le empuja con el arma hasta la calle, donde le recuerda cuando puede volver a verla.- Sólo tienes que esperar una semana.
- Se me va a hacer eterna...- otra vez la mira con ternura y hace sonreír a la mujer. - Traje un regalo para ella – Saca del bolsillo de la chaqueta la biblia y, de entre sus páginas cuatro margaritas prensadas. - ¿Podría dárselo usted?

La anciana le ofrece la palma de su mano y Fermín deja las flores con delicadeza. Sin decir nada más la mujer da media vuelta y entra en la casa. Él se queda petrificado, preguntándose cómo es posible que haya tenido tan mala suerte, pero no se da por vencido. Empieza a rondar la casa buscando la ventana del cuarto de Lola, hasta dar con ella en la parte trasera; está enrejada como las demás, pero no puede asomarse porque hay un desnivel en el suelo, como si hubieran cavado una zanja. Primero escucha la voz de la anciana y ansioso espera oír la de ella.

escuché voces ¿quién ha venido?
- Un soldado muy joven. Me ha dado esto para ti.
- ¿Flores secas? Eso es lo que se regala a los muertos.
- Lucía... tendrías que haberle visto, tan tierno y educado. Volverá el martes.
- Todos vuelven... de eso se trata ¿no?.

A Fermín le entusiasma saber que Lola en realidad se llama Lucía, como la que fue su profesora de piano, por la que todavía siente predilección. Pero le disgusta el tono de su voz, algo quebrada y grave, no era dulce y cantarina como él la había imaginado y, mucho menos puede comprender el desprecio que ha mostrado ante su regalo. Desencantado y furioso emprende el camino de regreso al campamento, pateando todas las piedras que encuentra a su paso, hasta que la rabia le enciende de tal manera que, para calmarse echa a correr con todas sus fuerzas, olvidando que el país está en guerra. No sabe cuánto tiempo lleva corriendo, ni hacia qué dirección se dirige. Cuando empiezan a fallarle las piernas se detiene exhausto, en mitad de una llanura iluminada por la luna. Vencido por el cansancio, se arrodilla y apoya sus manos en la tierra. Sus jadeos y, las maldiciones que profiere en voz alta le impiden escuchar en el silencio de la noche un sonido que, cualquier soldado hubiera identificado como el martillo de un fusil.
Siente un fuerte golpe en los riñones que lo tumba en el suelo... la carne le arde. Entre gritos ajenos se confunden los suyos... Escucha pasos que se acercan hacia él y, puede ver frente a su cara tres pares de pies, que le lanzan insultos mientras lo golpean.

Uno de los hombres lo carga a su espalda... a cada paso Fermín siente una punzada que le hace cerrar los ojos y apretar los dientes; para soportar el dolor trae a su mente la imagen de Lola y, entre lamentos pronuncia varias veces su nombre. Cada vez que lo hace el hombre que lo soporta ríe a carcajadas. No sabe a dónde lo llevan, no es capaz de reconocer el camino que poco antes había recorrido él; pierde el conocimiento antes de rebasar los dos olivos.

llevároslo de aquí; nos vais a meter en un lío.
- ¡Calla vieja! Además sabemos que el muchacho quería venir aquí, porque no ha parado de decir: “Lola, Lola....”- los tres hombres ríen.
- Pero si es sólo un crío, dejadle en paz – Lola pone su mano sobre la frente del chico.

Fermín escucha unas voces medio aturdido... alguien le acaricia la frente, sin duda es una mano femenina por su tacto suave. Se siente sin fuerzas para abrir los ojos, el dolor de repente ha vuelto... nota que alguien le registraba la ropa; unas manos le palpan el pecho, los muslos, la entrepierna... Después llegan las preguntas acompañadas de dos de puños. Uno de los hombres sacude la biblia de Fermín y de ella se desprende un papel doblado por la mitad, al leerlo sonríe y se lo guarda en un bolsillo.

- De éste no vamos a sacar nada, está medio muerto. - Los hombres lo cogen por los pies y los brazos.
- ¿Qué vais a hacer con él? Todavía está vivo...
- No podemos perder más tiempo. Todo tuyo Lola.
- Pero yo no...
- Al pie de tu ventana tienes hueco,- sugirió el más alto.

Las dos mujeres permanecen en silencio, cruzando miradas entre ellas y observando los movimientos de los tres hombres que se disponen a dejar la casa. Uno de ellos desanda sus pasos cuando ya ha alcanzado la puerta de salida, regresa a la cocina y entrega a Lola el papel que encontró entre las páginas de la biblia. Ella lo lee y se acerca a Fermín.

- Soy Lola, me han dicho que querías verme... dime soldadito ¿qué puedo hacer por ti? - Le susurra al oído, apretando sus pechos contra el cuerpo del muchacho, que en un último esfuerzo abre los ojos y fija su mirada en la de ella. – Tienes razón vieja, qué mirada tan tierna tiene...

Lucía se despide de él besándole en la frente, y con una caricia le cierra los ojos.

martes, 1 de octubre de 2013

"Alzar el vuelo"

En mi biografía se lee que escuchaba a Chopin cuando sólo contaba con meses de vida; empecé los estudios de solfeo con cuatro años; a los doce di mi primer concierto... Un prodigio, un virtuoso del piano, pero... no cuenta cómo aquel niño primoroso se convirtió en un perfecto desgraciado.

No tuve una infancia alegre, ni una adolescencia dicharachera. Compartía mis horas con las notas que mi padre me hacía repetir hasta la saciedad; siempre anclado al piano.... A los veintitantos decidí liberarme de su opresiva presencia. Y no fue fácil, pues lo sentía como parte de mi, pero haciendo acopio de fuerza y demencia... los lancé por la ventana del salón. Desde ese día nuestra casa enmudeció.

Termina así mi breve biografía: "...1986 un suceso violento le apartó definitivamente de la música". No es así, porque yo sigo escuchando sus notas. Componen para mi una melodía grave y pesada que cargo sobre los hombros.
A menudo me asomo a la ventana de mi habitación para cerciorarme de que el piano sigue ahí, prendido entre las ramas de los pinos centenarios y, siempre me pregunto... si él pudo volar, por qué yo no he sido capaz de alzar el vuelo.

"Burlando a la parca"

Sentada en el patio, con las labores de costura entre las manos, la mujer más vieja del mundo cuenta a sus vecinas que, ha burlado a la muerte otra vez. Van siete y, en el pueblo ya la comparan con el gato del párroco, al que los críos lanzaron desde el campanario los ocho últimos Corpus Christi. Aún así el animalito, persistente en sus creencias, sigue visitando la casa del señor todos los domingos.
La anciana cuenta con un hilillo de voz que, la parca adopta la apariencia de su difunto marido y la visita de vez en cuando. Apoyado en el quicio de la puerta de su habitación, declama versos amatorios, silba bellas melodías... Todo con el fin de llevársela, pero ella se resiste.

- Suele llegar al amanecer; escucho el arrastre de su cuerpo por el pasillo. Entonces me asomo y le veo venir gateando hacia mi cuarto, como un caracol. Lentito, lentito, de puro cansancio.
- ¿No siente miedo?
- ¡Ay hija! pena es lo que siento, porque el pobre regresa de vacío a no sé dónde, por el mismo camino y, con lágrimas en los ojos me dice: “Ay, viejita... qué trabajo me estás dando”.

jueves, 29 de agosto de 2013

Lunas

Nació una noche de luna negra, su abuela materna buscó al astro asomada a la ventana del dormitorio para pedirle un buen alumbramiento, pero no la encontró,... esa noche la luna nueva no se dejó ver. Una sensación de desasosiego invadió a la anciana que, temió por la vida de su hija y por la de su futuro nieto o nieta, pues era bien sabido que un nacimiento en noche de novilunio no era un buen presagio.
Los quejidos de su hija la sobresaltaron y abandonó la ventana rápidamente. Encontró a Eva en cuclillas, agarrada al borde de la cama, quien con los dientes apretados acertó a decirle: -”mamá, creo que ya viene”. Juana la ayudó a sostenerse y, con alentadoras palabras la condujo hasta el final, momento en el que un llanto fuerte y agudo rompió el silencio de la noche. El clamor del recién nacido hizo llorar y reír a las dos mujeres. - “Es una niña”- le dijo su madre, poniéndosela en sus brazos. Eva la olió, la besó y miró detenidamente, esperando encontrar en aquella carita amoratada, sus propios ojos, la nariz de Miguel, o su boca...
- ¿Cómo le vais a llamar?, - preguntó Amelia.
- No sé, vamos a esperar, a ver cuál le puede ir bien... Además Miguel regresa de Gran Sol en dos semanas, seguro que él traerá un nombre apropiado...

Miguel estaba asomado a la popa del barco, mirando al cielo, girando su cabeza hacia ambos lados...
- No la busques chaval que, es hoy cuando la luna se oscurece, - le dijo Ramón. - Con la luna nueva hay marea viva, verás cómo llenamos la bodega y pronto podremos volver a casa. Tendremos que soltar las redes del palangre en breve.., ¡vamos!, ayúdame a encarnar el cebo. - Ramón aleccionaba a su cuñado Miguel, apenas un crío de unos diecisiete años que había decidido hacerse a la mar para poder ayudar en su casa. 
- Coges la sardina así, ¿ves? cerca de la cabeza y le clavas el anzuelo en el ojo...
- Pero..., ¿cuántos anzuelos hay? - preguntó Miguel algo asustado.
- Mejor no lo quieras saber. Cuando antes empieces, antes acabarás, ¡venga dale!. - Ramón empezó a encanar el cebo con soltura y a una velocidad que a Miguel le pareció imposible alcanzar. Y así fue, porque más de un anzuelo lo clavó en sus dedos, pero no emitió ni una queja. Sin levantar la vista de la caja de los ramales siguió clavando las sardinas, una a una hasta que quedó vacía la caja, y después... otra más, y otra.

Eva pasó la noche en un duermevela, entre dar el pecho a la pequeña y despertarse sobresaltada por si la aplastaba, apenas descansó esa primera noche... Se levantó de la cama para mirar por la ventana, siempre lo hacía cuando pensaba en Miguel. De frente se encontró con el mar, entrando en calma por el puerto hacía el pueblo; y en el cielo... no vio al astro que le conectaba con él. Recordó las palabras que le dijo Miguel cuando partió: -”Por las noches, cuando pienses en mi, busca a la luna. Yo la estaré mirando, y así me sentirás más cerca”. - Odio estas noches sin luna... ¿dónde estás...?

Miguel apilaba las cajas con los cabos ya encarnados en la popa, cuando terminó se quedó mirando al cielo, pensando en Eva que, esa noche no iba a encontrar luna en la que apoyarse para sentirse menos sola... Ramón se le acercó y rompió el silencio.
- ¿Cómo lo llevas?
- Bien, ahora ¿qué tenemos que hacer?.
Su cuñado le miró las manos ensangrentadas y le dijo: - tú ya no vas a poder hacer mucho más. Anda a lavarte las heridas y que te las venden un poco. ¿A dónde vas?, - le preguntó extrañado, al ver que el chico se dirigía hacia los camarotes.
- A lavarme las manos, como me has dicho... 
- ¡Con agua del mar!,- le respondió riendo. - Te escocerá, pero las cura. - Sumergió en el mar un cubo amarrado a un cabo y lo alzó rápidamente, dejándolo frente al chico. - Vamos, mete ahí las manos un rato.

Volvió a la cama, junto a su bebé, que seguía con los ojos cerrados y sin moverse apenas, pero ya había perdido el color amoratado y Eva empezó a imaginar en aquel rostro blanco y redondo a la luna.
- Ea, ea, ea, mi nena buena, carita de luna llena... Ya tengo un nombre para ti, corazón, - le dijo susurrándole. Y con esta cantinela se quedó dormida. En sueños creyó estar junto a Miguel..., notó el roce de su barba en la mejilla, el tacto frío de su nariz descendiéndole por el cuello y sus cálidos labios acariciándole los pechos...

En el barco el patrón dio la orden para que soltaran los cebos del palangre, estaba siendo una noche muy tranquila, pese a las corrientes y el oleaje, y había que aprovechar la ausencia de ferocidad en la mar del Norte. Ramón dio instrucciones a su cuñado.
- Cuando yo te diga las sueltas poco a poco... ¡ahora!, sujeta ese cabo, eso es, muy bien chico.
Todos los cebos iban cayendo al mar, Miguel veía como se sumergían las ristras de sardinas y desaparecían en la negrura del océano.
Antes de que volviese a preguntarle, Ramón le dijo: - ahora dejamos ahí los cebos y en unas horas tendremos que volver y recoger los ramales para ver si han picado las merluzas.

La despertó el llanto de su bebé que volvía a demandar pecho, Eva se asustó, pero en seguida se tranquilizó cogiendo a su hija. Volvió a la ventana, con su bebé en brazos...y de nuevo observó el cielo ciego desprovisto de luz y el mar mudo en calma; algunas luces empezaban a moverse en el puerto, y en las casas iban apareciendo tímidas luces titilantes en las ventanas de las cocinas; en unas horas amanecería.

La mar comenzó a agitarse con el cambio del viento y los tripulantes del barco se afanaron en recoger las redes, cortar los anzuelos de las piezas y guardarlas en cajas. Cada uno sabía lo que tenía que hacer, todos actuaban de forma coordinada, menos Miguel que apoyó su espalda contra la cabina de mando y hasta encogió los pies para no molestar en el ir y venir de sus compañeros que, prácticamente volaban por la cubierta.
- ¡Oye tú! ¿sabes contar?, - era la voz del patrón que, asomó la cabeza por el ventanuco de la cabina.
- Si señor, y... escribir también.
- Pues toma, baja a la bodega y anota aquí las cajas de merluza que van entrando y lo que pesa cada una...

Fueron 70 cajas, de unos 25 kilos cada una; la respiración entrecortada, los brazos casi dormidos por el esfuerzo y las vendas de las manos ensangrentadas... Una palmada en la espalda y, un apretón en los hombros le hizo sentirse mucho mejor; pero no quiso mirar a su cuñado, porque unas lágrimas le asomaban en los ojos y eso le hubiese hecho parecer más niño.
- Volvemos a casa, chaval. Anda, acuéstate un poco. Lo has hecho muy bien.

El viaje llegaba a su fin; tras seis meses en la mar Miguel regresaría a tierra. Blanca ya contaba con sus dos semanas de vida; agitaba en el aire sus diminutos bracitos y abría la boca buscando a su madre. Cada vez que oía su voz se movía en la cuna y, emitía un llanto lastimero para llamar la atención de su progenitora.
- Eres una glotona, como tu padre, - le decía Eva, sonriendo. Verás cuando te vea, qué sorpresa y qué alegría le vas a dar. Ven conmigo a mirar la luna. - la llevó en brazos hasta la ventana, desde donde ya podía verse en cuarto creciente, acompañando sus últimas noches de soledad, pues Miguel no tardaría más de un par de días en volver a tierra.

lunes, 19 de agosto de 2013

"Nuestra galaxia". A partir de dibujos de Natalia Pérez Chazarra. Ver su blog: http://npchaz.blogspot.com.es/

"... casi perfecta", fueron las últimas palabras que dijo su conciencia antes de desconectar todos sus sentidos. Otra vez se había quedado dormido observando los puntitos marrones que, como un conjunto de estrellas coronaban el tatuaje; ese que compartían. Él lo llevaba impreso en el omóplato derecho y ella en el izquierdo, cuestión de ideologías. 

Cuando se tatuaron esas palmeras, ambos ignoraban cuál iba a ser el lado de la cama que ocuparían, ni los silencios que iban a compartir. Desconocían las pequeñas manías que, les sacarían de quicio los lunes y les harían sonreir los viernes.
Ninguno de los dos resultó ser fruto de la intuición del primer momento, sin embargo, en la sorpresa recíproca encontraron lo que siempre habían soñado: unas zapatillas descansando despreocupadas en el suelo, a la espera de sus pies descalzos que, siempre retozaban bajo las sábanas; memoria de pez para los enfados y dos corazones a prueba de balas. 

A veces, ella canturreaba entre sueños... él se desvelaba las noches de verano y, vencía al insomnio leyendo y recorriendo el reguero de lunares que salpicaban la espalda de su compañera... Cada noche, entornaba los ojos feliz, reconociéndose como "parte de una constelación...".


martes, 23 de julio de 2013

Búscame entre las hojas secas.

Todavía subía hasta el último piso del edificio, para ver desde arriba la forma de la escalera, lo hacía desde que era pequeña. Le gustaba ver cómo caracoleaba la baranda de madera desde el sexto hasta el zaguán, siempre húmedo y en sombra... Además en la última altura tenía acceso a la azotea, y era allí donde realmente disfrutaba María. Aquella mañana vio entrar a Tomás, el hijo de Arcadio, y el corazón se le aceleró por un momento; el muchacho regresaba a casa después de un año. Sin pensarlo mucho fue a su encuentro y bajó las escaleras lo más rápido que pudo, tanto que resbaló en uno de los escalones, y rodó desde el quinto hasta el cuarto piso. La caída fue acompañada de quejidos silenciosos, que aun así no pudieron pasar desapercibidos para Tomás, quien encontró un zapato en medio del rellano del cuarto, donde vivía Fulgencia. 
- ¿Hay alguien ahí?, - preguntó. María estaba retorcida de dolor pero aguantando el tipo, con la falda arremangada hasta los muslos y todo el pelo sobre la cara; así la encontró Tomás. - ¿Estás bien?, deja que te ayude. 
- Nada, nada, si estoy bien, - le respondió muy nerviosa, al tiempo que tapaba sus piernas y se apartaba el pelo de la cara. - No ha sido nada. - Le cogió el zapato de la mano y siguió bajando las escaleras, cojeando visiblemente. Tomás no le insistió más, pero se quedó preocupado, pues le pareció que había llorado.
En uno de los escalones vio el libro; la antología de Rubén Darío, y entonces supo por qué había llorado María. Tomás cerró los ojos y sonrió.


María vivía en el tercero A, frente a su casa. Su padre fue el maestro del pueblo cuando ellos compartieron clase, y su madre arreglaba el pelo a las vecinas del barrio. Muchas veces estuvo en casa de Tomás, peinando a su madre y cortándole el pelo a él, cuando era un crío. La niña la acompañaba a hacer estos servicios; Tomás la recordaría siempre sentada en el suelo, leyendo o jugando en silencio con sus muñecas. Pocas veces habló con ella, por no incomodarla, no atreviéndose a desbaratar ese estado de ensimismamiento, del que tanto parecía disfrutar. La observaba en silencio, le gustaba ver que antes de empezar la lectura, abría el libro por cualquier página y lo olía cerrando los ojos; y cómo sus pequeñas manos pasaban las páginas, lentamente, como acariciándolas. También la recordaba en clase; ella siempre en la primera fila, a veces se volvía hacia atrás y encontraba la miraba de Tomás; María le sonreía. Ahora, el libro de Darío le recordaba cómo y cuándo empezó el juego, hace ya un año, antes de marcharse a Madrid para hacer la mili; evocó el primer día que le habló a través de un poema de Salinas...


Solía ir a casa de doña Fulgencia, quien siempre le animó en el ejercicio de la lectura. Ambos se sentaban alrededor de la mesa camilla, y charlaban como dos viejos amigos sobre las cosas que pasaban en el barrio. Después Tomás leía en voz alta algunas poesías.
- Lee más alto, que no te oigo bien.
- “... vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta.” ¿me lo puedo llevar? - le preguntó, sonriendo.
- Claro que si, ya lo sabes. Pero este no, - le dijo señalando otro libro, que ya cogía Tomás. - Ese es para María, la hija del maestro.
El chico se sorprendió, pues no sabía que le prestara libros a ella. - Si quiere se lo llevo yo.- le dijo, añadiéndolo a los que se llevaba para él.
- Bien, me haces un favor.

Tomás quiso entregar el libro a María, pero se quedó parado en el tercer piso, dudando si tocar o no al timbre; siguió bajando las escaleras y se sentó un rato en el banco que había en la esquina de la calle. Entre sus manos tenía el libro de poesía que ella leería. Encontró un poema que le pareció muy bonito, y marcó la página metiendo una hoja seca, para que María lo encontrara. Así inició el juego. Regresó sobre sus pasos y pulsó el timbre del tercer piso

- Buenos días. Doña Fulgencia me ha dado ésto, o sea, este libro para ti. Adiós. - Y desapareció, a María no le dio tiempo de darle las gracias, y se quedó como atontada, apoyada en el quicio de la puerta.

Aquel día María subió a la azotea para leerlo, y al acercarse el libro a la nariz, escapó de entre sus páginas la punta de una hoja... Comenzó la lectura en la página veinticuatro: “Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro de ti. Perdóname el dolor alguna vez...”, le pareció precioso, pero no supo que hablaba de ella. Y tampoco se reconoció en los siguientes versos que Tomás eligió ese otoño.

Cada vez que él buscaba un indicio de complicidad y afecto, en un simple cruce de miradas, encontraba la de ella esquiva, a veces soñadora, otras curiosa, pero nada que correspondiera a todo lo que él le decía a través de aquellos poemas. Cuando terminó el invierno, tuvo que marchar a la capital para hacer el servicio militar y dio por finalizado el juego. El último poema que acompañó con una hoja, lo escribió él. Entre las palabras de otro poeta, dejó escritas las suyas para María.

Durante un año, la echó de menos, y por más que quiso olvidarla todas las palabras que escribía hablaban de ella, y todas las muchachas que conoció tenían algo en común con ella. Mientras, la muchacha siguió compartiendo tardes con doña Fulgencia, leyendo para la anciana, y añorando en silencio la presencia de Tomás...; asomarse a la ventana de su cuarto y adivinarlo tras las cortinas, cruzarse con él en la escalera, oírle tararear a media tarde, y de vez en cuando, recibir de sus manos los libros de Fulgencia. Todo eso, ahora que Tomás no estaba, era lo que más echaba de menos. El día que regresaba de permiso a casa, María se encontraba con su vecina, como siempre leyendo y charlando con ella.

- ¿Usted sabe algo de Tomás?, - le preguntó a la anciana.
- Sé que está bien, eso me dice su padre. Ya sabes que Arcadio es hombre de pocas palabras...
- Ya, pero... ¿sabe cuándo vuelve?
- Si no recuerdo mal, Arcadio me dijo que venía hoy de permiso, - dijo, sonriéndole.
- Bien, - contestó la muchacha, que se había sofocado ante la sonrisa cómplice de la anciana. - Bueno, y … ¿qué poeta me recomienda para esta semana?
- Este, espero que te guste.

María se despidió, llevando la antología de Darío entre sus manos, por un momento dudó entre volver a su casa o subir a la azotea... Con la espalda apoyada en la pared encalada, casi cegada por el sol, se quedó embelesada, observando el tímido baile de unas sábanas blancas, que le recordaron la pantalla del cine de verano...; con un movimiento casi mecánico, acercó el libro a su nariz para percibir el aroma del papel. Empezó a leer, a media voz, deleitándose con la cadencia de los versos, pero la lectura se veía interrumpida una y otra vez por la idea del regreso de Tomás. No podía pensar en otra cosa en ese momento, y empezó a pasar las páginas rápidamente, leyendo sólo los títulos de los poemas. Llegando a la mitad del libro, descubrió una hoja seca, muy pequeña, en una página que había escrito algo a lápiz. Lo firmaba Tomás.

Entre tu ventana y la mía, 
apenas dos metros de cuerdas verdes con ropa tendida.
Desde mi pupitre al tuyo,
tres filas de cabezas pensantes
y un bosque de manos alzadas
que pujan por decir la respuesta.
Entre tu piel y la mía, un abismo.
Desde mi corazón al tuyo,
versos que te mostraron las hojas secas.
Tú, que nunca me viste pese a tenerme tan cerca.
Tú, mi punto de partida hacia el deseo.
A ti, a quien pretendí convertir en siempre y fuiste nunca.

Tauro versus Acuario

Se conocieron en Sevilla el mes pasado, tomando unas cañas a pleno sol. A Carmen el muchacho le gustó en un primer momento, pero cuando él empezó a hablarle del mundo taurino..., simplemente le pareció un bruto. Manolo tuvo que utilizar todas sus armas, para que ella siguiera hablando con él; un paseo por las estrechas calles de la judería, sirvió para acercarles un poco más. Y no se sabe muy bien por qué, ni cómo, pero aquel chico repeinado, la atrajo de una manera casi hipnótica. Él por su parte, pensó que había conocido a la mujer de su vida. Esa misma noche una gitana leyó sus manos y ambos rieron al escuchar el vaticinio, por lo ridículo e inverosímil que les pareció en aquel momento de atracción pasional. Ninguno de los dos creyó que el pronóstico pudiera cumplirse, y rieron con ganas mientras la gitana les decía... que según las líneas de la mano de él, puestas en paralelo con las de ella, y siendo él un Tauro y ella una Acuario, en ningún momento aquellos senderos iban a cruzarse.

Sólo habían pasado dos semanas y la predicción de la gitana cada vez se hacía más certera; porque cuando no hablaban de toros, la relación de amistad discurría mansamente, pero era mencionar un cuerno, unas banderillas, o simplemente pedir en un bar unos tercios de Cruzcampo..., y se armaban unos pleitos interminables entre los dos. Cualquier alusión al mundo taurino los ponía en guardia..., sobre todo a Carmen.

- ¡Jefe! póngame dos cañas y..., una tapita de rabo de toro, por favor -  Manolo pidió el aperitivo inocentemente, y sin pretenderlo activó la mente de Carmen.
- ¡Qué idea tan absurda, Manolo!, - le dijo ella, rompiendo el silencio.
- ¿Cuál?, - respondió sorprendido.
- Esa que os creéis los toreros... pensando que contribuis a la cultura del país, y lo único que hacéis es matar toros con ensañamiento.
- ¡Por dios, Carmen!, que no es sólo eso. ¡Lo que hacemos es arte...!
- “Que no es sólo eso”, has dicho. O sea que además de matar al toro con saña, qué dices que hacéis... ¿arte?.  El que hace arte crea, no destruye. - Carmen se quedó pensativa, y añadió. - Y si destruye, lo hace para crear de nuevo.
- Quería decir..., que el fin del torero no es darle muerte al toro, sin más... es lidiar con el animal, de igual a igual, lucir los pases, burlar al toro, medirse con él frente a frente, - Manolo hablaba y daba pases como si tuviera a un toro delante...- y al final, el animal tiene una muerte digna y valiente.
- ¡Es una crueldad, Manolo!... , y deja de mover los brazos, que me vas a dar.
- A veces se les indulta, cuando demuestran una bravura y nobleza excelentes.
- ¿Y qué hacen con él?, ¿lo llevan a que le quite las banderillas el veterinario?
- ¡No seas tonta!. Se le devuelve al campo para que viva en libertad, y ya está.
- Ya, vamos que se le permite morir contemplando la naturaleza. - Carmen hizo un silencio mirando al suelo. - No te entiendo Manolo...
- Pues anda que yo a ti..., ¿qué es eso de destruir para hacer arte?, no sé de qué me estás hablando, chiquilla... - Manolo miraba a Carmen como si fuera de otro mundo.
- Te hablo de la crueldad gratuita, que ofrecéis como espectáculo cultural en las plazas, ni más ni menos ¿o me vas a decir que el animal no sufre, cuando le clavas las banderillas, o cuando lo pican?.
- Mujer, algo de daño le hacen, pero ... es por su bien.
- ¿Cómo? - Carmen le miraba horrorizada.
- Si, le reaniman..., el toro se excita y así puede lucir toda su bravura en la plaza.
- Claro que si Manolo, pensando en el bienestar del toro en todo momento. ¡Lo que tú haces es maltratar al animal!
- ¡Ay, Carmen! qué pesadita estás hoy. Si va a tener razón mi madre..., y la gitana aquella - dijo murmurando.
- ¿Qué has dicho?. - Carmen le miraba seria.
- Nada. Tómate la cervezita, a ver si así te abandona el mal genio.

Manolo tomaría la alternativa en unas semanas y ella trataba de convencerle para que olvidase todo ese mundo, que a sus ojos era recalcitrante y obsoleto. Sin embargo, para él lo era todo, en pocos días haría realidad su sueño. Veía los carteles anunciando la corrida y se enorgullecía al leer su nombre: “Manolo, el pizca”, así era conocido en los ruedos. Nunca le faltó valentía para ponerse delante de las vaquillas en las fiestas de los pueblos. El día que cogió un capote y dio unos cuantos pases a un novillo, le sorprendió lo que sintió; una subida de adrenalina que mezclada con la sensación de miedo, le hizo sentirse grande y poderoso, permitiéndole vivir la experiencia más orgásmica de toda su vida hasta ese momento..., y así empezó a cogerle gusto a eso del toreo. Con quince años pidió a sus padres que le pagaran las clases en la escuela de tauromaquia de Sevilla y allí inició su formación.

Tras cinco años de aprendizaje y unos cuantos revolcones por plazas de tercera, llegó el gran día tan esperado por todos. El tres de Mayo le daba la alternativa Julián Gallardo, matador que era amigo de la familia y apreciaba a Manolo como a un hijo.
A las tres y media de la tarde llegaba a Jerez, acompañado por su madre y el mozo de espadas. Entró en la recepción del hotel llevando colgada del brazo a doña Elvira, y a un metro de ellos, les seguía los pasos Ismael, cargando todo el equipaje.
Estando ya en la habitación, Manolo dejó de disimular sus nervios, y su madre no dejaba de reprenderle para que dejara de comerse las uñas.

- Manolín, hijo... que te van a sangrar los dedos. ¡Déjalo ya!
- No quiero parecer nervioso, pero es que no puedo evitarlo, - le decía, con los dedos entre los dientes.
- Es normal que estés así, ven conmigo a rezarle un rato a la virgen y verás como te relajas.
- Si es que,... además de lo de la alternativa, está lo de Carmen...
- ¿Carmen?,- a su madre le cambió el gesto.
- Estará en la plaza..., la he convencido para que venga a verme. ¡Mamá, no pongas esa cara de agria!. Creo que me he enamorado... - le dijo él con una sonrisa bobalicona.
- ¡Lo que me faltaba por oír! Te lo he dicho muchas veces, esa chica no es buena para ti, ya te darás cuenta... Vamos a rezar.

Entre oración y oración Doña Elvira se acordó de Carmen, y se dijo así misma que no la soportaba. Ella que era una mujer chapada a la antigua, a la que le molestaba que las mujeres quisieran ser independientes. Encolerizaba cuando alguna mostraba abiertamente una postura opuesta a la del hombre. Por estas y otras razones desaprobaba la actitud de Carmen. A doña Elvira, que prácticamente enmudecía en presencia de su marido, le hervía la sangre viendo cómo Carmencita increpaba a su hijo, hasta sacarlo de sus casillas.

Manolo se sintió más sosegado, tras su paso por la capilla portátil, que había montado su madre en la habitación. Se había encomendado a la virgen del Carmen, por su puesto, de quién lucía un escapulario colgado del cuello. Mirando por la ventana del hotel hacia ningún lugar concreto, jugueteaba con el icono entre sus dedos, moviendo levemente los labios; “ampáreme señora, présteme valor y fortalezca mi flaqueza, vele por mi vida... y si muero, acójame como a un hijo en sus brazos...”.

- ¿Está listo, maestro?,- Ismael interrumpió sus oraciones. - Ya tengo todo preparado en la silla.
- Dame cinco minutos y empezamos...

Ismael era su mozo de espadas, siempre le ayudaba a vestirse, también sería (si se terciaba) quién le subiera a hombros para dar la vuelta al ruedo, y el que le sacara por la puerta grande. Era una persona servicial y de confianza para la familia de Manolo, quien no tenía ningún respeto por este hombre de mirada perruna. Ismael no pudo ser torero, pero la labor que desempeñaba le hacía muy feliz, aunque “el pizca” le diera alguna que otra colleja de vez en cuando, y le obsequiara con insultos, cada vez que se sentía frustrado.

- Maestro, no tense la pierna, que le tiembla mucho... y así no puedo ajustarle los machos.
- ¡A mí no me tiembla na, tarugo!, eres tú, que no aciertas. ¡Ese corbatín no me lo voy a poner hoy, cámbiamelo!.

Después de hora y media, ya estaba vestido, y con el capote en la mano; listo para reunirse con el resto de la cuadrilla. De camino a la plaza sintió que el corazón le iba a salir del pecho, y estando ya en la puerta de cuadrillas, le faltó el aliento al escuchar la trompeta y los clarinetes, danzando al son del pasodoble. Los toreros y banderilleros iniciaron el paso, andando rectos y con semblantes serios, mirando al frente como en una marcha militar. Se detuvieron en el centro del ruedo para saludar al público... A Carmen le costó identificarlo entre toda la cuadrilla.

- ¡Mira Carmen, ahí está Manolo!.
- Chica no lo veo..., así de lejos, todos me parecen iguales.
- El segundo por la izquierda; va de rojo cereza y negro.
- ¡Ay si!, qué culete más prieto le hace el traje de luces,- dijo Carmen en voz baja y sonriendo.
- A ver cuando se dé la vuelta niña, que igual te decepciona... - le contestó Bea, con una sonrisa maliciosa.
- Calla, calla, que te puede oír su madre...

Manolo giraba sobre sus pies en el centro de la plaza, con el brazo derecho en alto sostenía la montera y saludaba al público. No tardó en verla sentada en el segundo tendido, detrás de donde estaban sus padres; “ahí está Carmen. Vaya, con su amiga Bea, qué mal me cae esa niña, por dios...¡Cómo estás hoy, Carmencita!, qué escotazo se ha puesto, y ese clavel reventón en el pelo... A ésta si que le entraba yo a matar, sin que me temblasen las piernas”.

- ¡Quillo!, que te quedas embobao con la morenaza esa..., y ahora mismo te sale el animal.- Su padrino quiso que reaccionara.

Manolín ni si quiera le respondió, caminó hacia Carmen como si fuera abducido por ella, y cuando la tuvo cerca, le lanzó la montera y le dijo muy chulesco: “Va por ti Carmen, guapísima”. Ella intentó cogerla al vuelo, pero cayó dos filas más abajo y tras pasar por varias manos -circunstancia que incomodó bastante a Manolo- por fin llegó a las suyas y la abrazó a su pecho, provocando un profundo suspiro al torero.

El primer astado era para él; un toro mulato y apretao de 410 kilos, que salió por la puerta de toriles, como lo que era. Manolo respiró hondo y fue a por él, dando unos pases con el capote para medir su bravura y la embestida. Mientras tanto Carmen permanecía abrazada a su montera, temerosa, al ver cómo aquel animal tan grande, rozaba el cuerpo de Manolo en cada pase. En el segundo tercio, “el pizca” se lució con las banderillas. Estuvo ágil como un conejo, clavando y saltando hacia un lado para evitar la cornada. Por su parte, Carmen tuvo que desviar la mirada en más de una ocasión, para no ver las heridas que le estaba causando al toro. Y por fin, llegó la suerte suprema, Manolo cambió el capote por la muleta, y empezó a lucirse y a engrandecerse con cada “olé” que le dedicaba el público. Carmen no veía el final de aquello, y ya no sabía hacia dónde mirar, hubiese preferido estar en las gradas, donde no se apreciaría toda la sangre que estaba perdiendo el animal...
- Bea, no puedo más. Se me está removiendo el estómago, ¡pobre animal!
- ¡Qué exagerada eres! Mira a Manolo que lo está haciendo perfecto.
- ¿Perfecto, dices?, - Carmen recordó una cita taurina, que le había dicho Manolo: “Perfecto es lo que está bien arrematao”. - De verdad, no creo que pueda ver más... vámonos.
- Ahora no podemos, ya va a matarlo.
- No tenía que haber venido, - Carmen miraba triste hacia el suelo, y sin saber por qué, levantó la vista para ver cómo mataba al toro.

Iniciado ya el arranque, unos segundos antes de que  Manolo hundiera el estoque en el cuerpo del animal, se pudo escuchar entre todo el silencio, un grito terrorífico. Aun así, la espada entró hasta la empuñadura. Manolo que nunca había tenido tan cerca a un toro de ese peso, se separó del animal algo asustado, y a la vez sorprendido por el logro conseguido. El matador miró de soslayo, hacia donde él creía que se había producido el grito, al tiempo que movía la muleta para distraer al toro herido de muerte... Y vio a Carmen tapándose la cara con la montera..., los de alrededor también la miraban, y su madre le pegaba en las rodillas con el abanico. El toro aprovecho ese breve despiste para acometer y entrar con su cuerno derecho en el muslo del torero. En su último aliento de vida, el animal volteó al matador y lo escupió contra el albero. El astado dio sus últimos pasos torpes, emitiendo unos mugidos de dolor que pudieron escucharse entre el ritmo del pasodoble y el clamor del público... cayó rendido, mordiéndose la lengua y envuelto en sangre... Al lado del animal muerto yacía el torero, tapándose la herida con las manos.

Sus compañeros no tardaron en levantarlo del suelo. En volandas lo llevaban a la enfermería, por entre los callejones, mientras Manolo iba llorando de dolor y en voz baja decía: “¡Ay Carmen, mi Carmen!. Va a tener razón mi madre".

martes, 25 de junio de 2013

Las trenzas de Sara

Le tiré de las trenzas lo más flojo que pude, porque me daba miedo hacerle daño. -“¡Así no idiota, más fuerte!”,- gritó la de siempre acercándose a mi cara, tanto que pude notar el calor de su aliento. Pero aquel chillido no me asustó, ya estaba acostumbrada. Y otra vez me limité a cerrar los ojos y contuve la respiración, deseando por unos segundos que sólo fuese un mal sueño.

Ya llevamos tres meses de curso, pero ésto no para. Ayer por primera vez, nos miramos a los ojos; a mi me dio mucha pena... verla despeinada con los lazos deshechos, colgando sin gracia de sus trenzas. Creo que ella sintió lo mismo por mi. A punto de llorar le dije -“lo siento, me obligan”. Y ella, muy serena me ordenó -“hazlo fuerte, para que se callen”. Entonces comprendí que el miedo que me paralizaba alargaba todo aquello, y lo hacía aún más insoportable para Sara.

Obedecí su orden con decisión. Respiré hondo y le tiré del pelo lo más fuerte que pude. Después no me sentí tan mal como esperaba, y ahora tengo miedo de haberme convertido en alguien horrible. Hoy me he despertado sudando, con las sábanas enredadas a mis piernas y la boca tan seca, que ni si quiera he podido llamar a mi madre. Me he puesto muy nerviosa porque no encontraba la lámpara y… por fin ha parado todo cuando he conseguido encender la luz.

De camino a clase he pensado en Sara; no quiero ser como las demás, a mi me gustaría ser su amiga pero... me da miedo que hagan lo mismo conmigo.


lunes, 10 de junio de 2013

Mudando la piel...


Traspaso negocio de antigüedades, por no poder atender. Punto de venta itinerante, que incluye mobiliario bien conservado y de fácil montaje. Permiso de venta ambulante.

Mercancías:
- Libros y todo tipo de papel; acompañan 24 palmos de imaginación y unos cuantos sueños.
- Lámparas colgantes y espejos cóncavos; permiten mirarse desde arriba y hacia dentro.
- Relojes de arena con pausas y sin prisas; retardan el tiempo en los buenos momentos.
- Juegos y juguetes: una ristra de risas que termina en carcajada, la mirada curiosa, dos barajas de mus y la discografía completa de Radio Futura.
- Cristales y opalina: seis copas de vino y dos tazas de café.

jueves, 6 de junio de 2013

Desequilibrio

Hoy el viento quiso jugar conmigo, desde primera hora de la mañana se coló en la habitación y en su fugaz recorrido por la estancia, hizo danzar a las cortinas, dejó en suspensión a miles de motas de polvo y desordenó todos mis planes de futuro. Unas ráfagas muy persistentes me han empujado a salir de casa y ya en la calle el viento ha soplado contra mí con tanta fuerza, que me ha hecho perder el equilibrio.
El muy caprichoso ha decidido quedarse entre mi pelo, correteando un buen rato, hasta que ha conseguido entrar por una oreja y me ha desbaratado. Ahora mismo tengo todas las ideas enredadas, las buenas y las malas, girando en torbellino hasta causarme dolor. Siento una punzada constante en mis sienes, (más en la derecha que en la izquierda), y una sensación muy extraña... al mover la cabeza es como si algo estuviera suelto, fuera de su sitio, y choca contra los parietales.
No debe ser nada importante, porque no he perdido ninguna de las funciones vitales, que hasta ayer venía realizando... En fin, este es el último árbol que huelo; no me gusta llegar tarde al trabajo.

Comparto este relato con Natalia Pérez Chazarra en su libro de artista que podéis ver en su blog: http://npchaz.blogspot.com.es/2013/07/libro-de-artista-desequilibrio.html

miércoles, 29 de mayo de 2013

EL MAR, A RATITOS... LE CONQUISTÓ.

Descubrió el mar siendo muy pequeño; lo contempló agarrado a las piernas de su madre, intimidado por aquella inmensidad azul, aquel espacio tan vasto y libre que le hizo sentirse diminuto. No comprendió las caricias que le hicieron las olas y, huyó de ellas como lo hacía de las arañas, con esa sensación de miedo y aprensión que, le hizo correr sin sentido.



Tardaría dos años en sentir que, era posible encontrar un gran tesoro, en la menudencia de unas conchas vacías. También descubriría que, tras cavar muy hondo en la arena, siempre encontraría un charquito de mar, manando tímido en ella.


En su adolescencia, el mar prestó la orilla a sus caricias pueriles e inseguras y, así pudo gozar del sabor salado en los besos, y deleitarse con el suave roce de la arena en la piel desnuda… Fue entonces cuando escribió las primeras palabras dedicadas al mar, tal vez por gratitud, o quizás... por la necesidad de expresar cómo sentía.


Ahora, siendo adulto, lo sueña y, al despertar... camina en su búsqueda.


martes, 28 de mayo de 2013

PERSECUCIÓN NOMINAL

Estando en el aeropuerto, apenas le di importancia al hecho de leer tu nombre en una pared del aparcamiento. Tampoco me inquieté, cuando en pleno vuelo transoceánico, ojeando una revista... vi un anuncio de un perfume francés que por casualidad, se llamaba como tú.
Había emprendido una huida cobarde y viajé a otra ciudad, a otro país. Hasta allí fui para alejarme de tu cercana presencia en todo lo cotidiano. En aquel lugar desconocido pretendí encontrarme con el olvido y dejar el corazón y la mente en blanco; ahora sé que estuve muy cerca de conseguirlo. Paseando por calles nuevas, llenas de gente distinta a ti, conseguí no recordar; que no dejar de sentir, pero si distanciarme de tu ausencia.
Todo parecía ir bien, hasta hace dos días... Buscando un cartel de alquiler en los balcones y ventanales de las casas, me encontré con una ventana que llamó mi atención. Estaba repleta de plantas, geranios rojos, cactus, pensamientos amarillos y violetas, margaritas... todos vivían juntos y entrelazados por sus hojas, como acariciándose. Me acerqué para apreciar mejor los detalles de la composición floral, y mi mirada se detuvo en una maceta que habitaba un cactus enorme. Cuál fue mi sorpresa, cuando pude leer en el borde del tiesto tu nombre. Otra vez, de nuevo, tan inoportuno y persistente, tu... nombre.
De repente la nostalgia revolucionó mi pulso, el orgullo punzante despertó a la ira, y de ahí a la desesperación en pocos segundos.
Estuve cerca... pero sé que va a ser difícil, porque ahora incluso los objetos ajenos confabulan y se alían para que no te olvide.

BICICLETA, CHIMENEA, CALCETÍN Y JARRA... Cuatro palabras para cien


Se conocieron haciendo el camino de Santiago en bicicleta y al finalizar el viaje, creyendo tener gran parte del camino andado… decidieron vivir juntos. No podía salir mal, después de haber vivido tan compenetrados durante meses, compartiendo saco y esterilla; llegando a conocer ambos pequeños detalles cotidianos que les hacían más cómplices…

A ella le hizo gracia ver, que él siempre agujereaba con el dedo pulgar el calcetín izquierdo; y él sonreía cuando todo el grupo bailaba en un bar, mientras ella fumaba como una chimenea, escondiendo su timidez detrás de los cigarrillos y una jarra de cerveza… Salió bien.


INTERVALOS DE CERCANÍA

Las miradas entre Luis y Adela cuelgan entre los dos como hebras invisibles... Unidos por hilos quebradizos, se observan en la distancia que les procura el recuerdo. Luis hilvana pensamientos mirando las manos venosas de Adela. Observa con qué delicadeza las ahueca para acoger el tazón de leche. Después su mirada trepa por la bata rosa, descolorida y con bolitas, hasta llegar a la luz que se cuela por la ventana de la cocina..., a espaldas de ella.
Adela hila su mirada a la forma en que él unta la mantequilla; cómo gira la cucharilla dentro de la taza... y sonríe cuando ve que al beber se le empañan las gafas. En ese momento están tan cerca... pero ninguno de los dos atisba a la compañía que tiene enfrente; a la persona con la que compartieron no hace mucho la dulzura del azúcar, el amargor del café solo; la alegría contenida en el zumo de frutas y la quemazón del pan tostado... Toda una vida servida en el desayuno, que ahora nunca terminan.

Sus ojos trazan trayectorias divergentes, apuntando hacia la lejanía. Perdiéndose en el espacio- tiempo hasta topar con algún recuerdo, que les hace regresar hacia el interior de cada uno de ellos.
Son distancias difíciles de acortar, cuando lo que ha mermado es la complicidad y el afecto. En apariencia cortas, albergan soledades kilométricas, espaciadas por un acompasado tic tac que rellena los minutos silentes de miradas perdidas.

Finalmente, las hebras invisibles que les unían caen al suelo y se arremolinan junto al polvo. Mientras Luis recoge las sobras del desayuno, Adela barre la cocina.

SOBRE LA TRISTEZA...

Quiero materializar la tristeza con el fin de congelarla, dejarla atada a un árbol, o cortarla en milímetros y... transformarla en confeti. Debo saber de ella todo cuanto pueda; ayudadme a reconocer su tacto gélido y áspero, en ocasiones templado por la mano amiga. Contadme si es tierna o recia, para escoger con acierto mi defensa. Necesito saber qué forma y color tiene, para poder desdibujarla de mi lado. Decidme cómo huele y a qué sabe; qué gusto dejó en vuestra boca, así cuando yo la bese podré desligarme de su abrazo.

Dónde se esconde, en qué objetos cotidianos puedo encontrarla... Tal vez en el desorden y el descuido de las pequeñas cosas que ya no valoramos, o en las ganas de llorar a destiempo. Quizás en el asfalto, que nos devuelve la mirada de nuestra propia sombra; o en vasos medio vacíos que se apilan formando castillos de cristal... siempre tentando al derrumbe, al quiebro por la cintura.

Cómo os mira a vosotros la tristeza... Imagino que de soslayo, tímidamente para no mostrarse tal y como se siente; siempre esquiva con los reflejos que la exhiben sin vestiduras. Y también sonríe, sin elevar la boca ni levantar el ánimo; tan sólo es una comisura que se estira hacia un lado. Se trata de una risa plana y desganada, que nunca convence a quien la recibe... y mucho menos a quien la concede.

IMPOSICIÓN- OPOSICIÓN.

Ezio Bosso – Exit, Run 44
Hace muchos años mi ciudad fue asolada por una brutal tormenta; desde el cielo, se precipitaron sobre nuestras cabezas, la lluvia, el granizo y el plomo... Después del derribo no hubo paz, ni calma; llegaron miles de uniformes con prohibiciones severas, a nuestras ya mermadas subsistencias. Por mandato expreso del líder nos vimos obligados a guardar silencio; la educación dio paso al adoctrinamiento. Fue entonces cuando muchas palabras dejaron de pronunciarse y creímos que serían irrecuperables... Algunas fueron dichas por última vez frente a un pelotón, enmudecidas por ráfagas de metralla; y otras se guardaron junto al miedo, quedando olvidadas entre los laberintos del subconsciente.

Corría de boca en boca una historia... alguien me contó, que en no sé dónde, un hombre guardaba muchas de esas voces prohibidas. Se decía que las conservaba en cajas de cartón, etiquetadas y ordenadas por orden alfabético. Pero nadie aseguraba la existencia de aquel hombre, y pensando que sólo eran fantasías, preferí no ilusionarse demasiado con aquella utopía, así que continué sobreviviendo integrada en el rebaño de ovejas mudas. Nuestras vidas se resumían en esto: comer lo que se podía y dormitar el resto del día... Cada cierto tiempo los más suertudos éramos esquilados, otros con más infortunio sacrificados.

El azar, la suerte, ¿el destino?... Le conocí sin saber que era él, a quien llevaba buscando entre sueños durante años; vendía las palabras olvidadas al peso, en un puesto de patatas del mercado. ¡Con el hambre que tenía...!, y sin embargo después de hablar con él, preferí comprarle aquella caja vieja, que contenía 250 gramos de palabras vetadas. Escondida en un soportal, las engullí una a una, por temor a romperlas con los dientes y que pudieran perder su significado. Con alguna me atraganté un poco, consciente de los problemas que me iba a ocasionar cuando la pronunciara en voz alta.
No sé si fue por no masticarlas..., el caso es que de vuelta al redil sentí que burbujeaban en mi estómago, hasta que salieron en tropel por mi boca formando frases que hacía mucho que no se escuchaban. Ante las miradas atónitas del resto del rebaño, me sonrojé e intenté tragármelas de nuevo, pero fue imposible... Muchas palabras flotaron durante unos minutos en el aire, hasta difuminarse con las formas de las nubes. Otras cayeron al suelo, y tras ser pisoteadas y despiezadas en sílabas, murieron ahogadas en el estiércol.

Vencida, la tierra húmeda y blanda acogió la acometida de mi cuerpo. Los demás guardaron silencio, para que yo pudiera escuchar el avance de la jefería, cada vez más cercana y cruenta; podía oír el paso firme como el trote de unos caballos... Levanté la mirada del suelo, pues era lo único digno que podía hacer, y vi unas manos que se hundieron en el fango para recoger unas cuantas sílabas. Una anciana las giraba entre sus dedos temblones y las miraba con detenimiento, como si fueran piezas de un puzle, buscando la forma de encajar unas con otras. Se acercó a mí muy despacio, tratando de guardar el equilibrio para no derramar lo que llevaba...; eran varias palabras atolondradas entre las líneas de sus manos: vencer, nuestras, pueden, al, voces, sometimiento.

Demasiado tarde, pensé, pues sentí el bufido de una de las bestias, que ya estaba a mi lado, babeando excitada por tan preciada presa, y creí que todo había terminado. Ni tuve tiempo de incorporarme, mi cuerpo fue arrastrado por campo abierto, de camino al descampado... Pensando que lo último hermoso que iba a ver sería el cielo nocturno, abrí los ojos para contemplar su hermosa oscuridad, y todo el negro que contenía se precipitó sobre mi. Quise imaginar que en las gotas de lluvia, las nubes devolvían las palabras que había dicho antes. Y por un momento creí que estaba soñando despierta, porque pude oírlas tímidamente en pocas voces que nos seguían de cerca..., y poco a poco fueron surgiendo los ecos.

Aunque mi cuerpo temblaba, yo ya había dejado de tener miedo. Preferí ponerme en pie para ver como las voces se multiplicaban hasta convertirse en un clamor, que amordazó el grito de las bestias... Esa fue la primera vez que nuestras palabras silenciaron el ruido de los metales; lentamente empezábamos a recuperar la voz.

VIAJE EN UN VAIVÉN, a través de "BEFORE SIX" de Ezio Bosso.


Viaje en un vaivén, a través de “Before 6” Ezio Bosso
 

Necesitamos viajar..., tal vez por eso vamos tantas veces al cuerpo del otro, en busca de nuevos paisajes y de estaciones cálidas... Eso es lo que piensa mientras intenta abrir los párpados, y trata de adivinar el paso del tiempo por la luz que se cuela entre sus pestañas. Sabe que ambos se observan mirando al techo y escuchan el silencio que produce la quietud del otro... Esperan.

Uno de los dos decide emprender el viaje en solitario, y tras su marcha el cuerpo de Eva se hunde levemente en la cama. Siente ese pequeño vaivén en el colchón y adormilada observa incrédula su lenta huida; la ve dibujada entre las cuatro paredes con la precisión de la niebla... No entiende todavía.

Lo ve marcharse como el humo de los cigarros, lento e indeciso. Se va, pero no desaparece del todo. Se le ha quedado levitando sobre su cabeza, y sueña que es el calor que templa las sábanas y prende la piel; unas manos enredadas en sus cabellos, y el abrazo de sus muslos a una cintura. Le sueña en la concavidad de un cuerpo que es su morada después del sexo; en la complicidad de la risa, y en el aliento interrumpido por besos... A tientas, emprende su búsqueda.

Su brazo izquierdo intenta encontrarle en el vacío de la cama, lo extiende una y otra vez; el corazón también se le desplaza hacia ese hueco en blanco, que enmudece las sábanas... Y se repliega, cuando recuerda el leve movimiento que hace unos minutos le anunció su marcha.