miércoles, 11 de diciembre de 2013

La mortificación de Don Juan

El padre Juan lleva cuatro años ocupando la vacante de sacerdote en un pueblo de la provincia de Burgos. Cada poco tiempo, no más de un trienio, esta plaza quedaba libre; los sacerdotes huían, incluso amenazaban con colgar los hábitos si la santa madre iglesia no atendía a la petición de ofrecerles otro destino. En el caso del padre Juan, sólo en dos ocasiones ha estado a punto de sucumbir a la llamada de auxilio, pero sacó fuerzas de donde no creía tenerlas y aguantó estoico el aluvión de insensateces y pecados. En la población nadie ha cometido delitos de sangre, pero menos el quinto, el resto de leyes sagradas son vilipendiadas a la mínima por la mayoría de los habitantes. Lo peor es la constante reincidencia, y la falta de arrepentimiento que muestran en el turno de confesiones. Eso es lo que poco a poco ha ido mermando la buena voluntad, y las nobles acciones a las que Don Juan les tenía acostumbrados.

Hace un par de años, el sacerdote instauró en las tardes de los sábados el ejercicio de las confesiones, que tienen lugar en la taberna del Castellano, pues observando los hábitos de la población, fue consciente que de otra forma era imposible hacerlo. Salvo cuatro viejas amojamadas nadie más se acerca a la iglesia, ni si quiera para admirar su riqueza arquitectónica. Cuatro años han transcurrido desde que llegara una mañana de frio extremo a la plaza del pueblo, y se quedara mirando la fachada gótica de la iglesia acongojado. Sin embargo, no tardó mucho en aflorar su gran fuerza interior y perseverancia, para llevar a cabo una labor evangelizadora en uno de los puntos negros, que tenía señalado el obispo de Burgos en el mapa de la provincia. Él sabe que no ha mejorado mucho, porque la iglesia sigue sin fieles, pero al menos ha conseguido que reconozcan y verbalicen sus malos actos. El Castellano siempre tiene una mesa reservada para él; la más alejada de la barra y del jolgorio de las borracheras. Entre hipos y eructos, el padre Juan escucha las mismas confesiones todos los sábados, de tres a cinco.

- Si yo a usted le entiendo, padre, pero ya sabe... una cosa es la teoría y otra la práctica. Además cuando me enciendo, es que no pienso – el parroquiano deja escapar algunos gases por la boca, haciendo bastante ruido - perdón padre... - Don Juan cierra los ojos, gira su cabeza y hace un gesto de apremio con la mano- ...es que se me nubla la mente ¡y enloquezco! - le cuenta, mientras acaba su copa de vino.
- Pues hay que pararse a pensar y, razonar un poco. También te vendría bien beber menos... - el sacerdote le da la absolución sin mirarlo, tiene los ojos clavados en la mugrienta madera de la mesa, donde puede leer perfectamente: "a Dios también le gusta el vino".

Las mujeres son otro cantar, las más ancianas pasan las horas adormiladas como gatos negros en los bancos de la iglesia, y las jóvenes son muy escurridizas, pero no pierde la esperanza de que, algún día conseguirá acercarse a ellas y hacerlas recapacitar.
Sin duda el peor de todos es Ramiro Tarrantantúa, al que Don Juan a menudo le dice, que no es necesario que se confiese si no le apetece, pero Ramiro no es un hombre muy despierto, y no capta el verdadero mensaje que le lanza el sacerdote; "padre, yo como todos los demás", le contesta, hinchando el pecho, porque está harto de quedarse al margen de todo, y es en el acto de la confesión donde siente que puede sumarse al grupo sin llamar la atención, ni ser rechazado. Este hombre se ha convertido con el paso del tiempo en su cruzada personal. De mil maneras ha intentado corregir "su desviación", así se refiere Don Juan a la conducta animal e insaciable de Ramiro. Para corregir sus impúdicos actos, hace un mes que le ofreció la guarda y el cuidado de los difuntos, pensando que no podía encontrar entre estos las tentaciones carnales que siempre halla en cualquier ser vivo.

Por hoy ha terminado su jornada en la taberna; el sacerdote regresa a la iglesia caminando cabizbajo, va sorteando los adoquines rotos, y observa esperanzado los primeros brotes de hierba que asoman por entre las grietas del empedrado. Se consuela pensando que, después de todo no ha sido un mal día, pues se ha librado de la terrible confesión de Ramiro, para quien pide a Dios todos los domingos que se lo lleve y lo acoja en su reino cuanto antes, pues ya le es difícil soportar su falta de escrúpulos y su conducta viciada. 

Cuando llega frente a la casa del señor alza la vista en busca de cobijo espiritual y contempla abatido que, en su ausencia algún cenutrio ha roto a pedradas las vidrieras del rosetón... Algo se remueve en su interior, empuja con violencia los portones y se dirige a paso rápido hacia el presbiterio, donde se arrodilla exhausto. Con los brazos en cruz reclama la atención de un dios que lo ha dejado solo hace mucho tiempo. Entre sollozos repite la misma cantinela de todos los sábados, "padre, perdóname. Confieso que me he sentido tentado de utilizar la fuerza contra alguno de tus siervos, que incluso he pensado y llevado a mi imaginación actos violentos... ¡ay padre, ayúdeme!, no sé qué me está pasando...". Permanece durante horas postrado ante una talla del siglo XIV que, reproduce la agónica imagen de un cristo crucificado. Poco a poco el paso del tiempo le devuelve el sosiego, siente como sus palpitaciones van remitiendo, y deja de respirar por la boca como un pez moribundo. En uno de sus últimos actos de fe, junta sus manos con fuerza, entrelazando los dedos y los lleva hasta sus labios que, encadenan en susurros repetitivas oraciones. Terminados los rezos, se prepara para la eucaristía, sobreponiendo a la sotana la túnica blanca, que se ciñe al cuerpo con el cordón de color oro. Por un momento se queda abstraído, está sentado en el segundo escalón que precede al altar, jugando con las borlas del cíngulo entre sus manos, y es en ese momento cuando se dice a si mismo que, no es más que un hombre, sencillamente eso... un hombre que nada a contra corriente, y al que no le quedan muchas fuerzas para seguir dando brazadas...

Su paz interior es interrumpida por la presencia de Ramiro, que se arrodilla a su lado y empieza a hablarle atropelladamente.

- Usted, usted me dijo que... que los animales también son criaturas del Señor, pero...
- ¿Otra vez, hijo mío?- el cura se cubre el rostro con las manos.
- Si, si, no he podido evitarlo, pero no es eso...- Ramiro habla tan cerca de la cara del sacerdote que le salpica de saliva. - ¿Y los difuntos, padre?
- ¡Virgen Santa! ¿qué has hecho? - Don Juan se pone en pie y se limpia la cara con una manga del alba.
- Usted me conoce, soy muy fogoso.
- Un depravado es lo que eres.
- ¿Cuántos padres nuestros tengo que rezar por eso?- dice Ramiro, todavía arrodillado como aparentando arrepentimiento.
- ¡No lo sé! Ahora mismo no puedo pensar con claridad.- El padre Juan retuerce con fuerza entre sus manos el cíngulo dorado; sólo él mismo y dios saben lo que está pasando por su cabeza...
- Padre, no se atore que, no fue más que la puntita...
- ¡Cállate! Cómo has podido hacer semejante aberración, ya no respetas ni a los muertos.
- Pero si... no fue nada... además ellos ni sienten, ni padecen.
- ¡Calla, degenerado!- Don Juan desata el nudo del cordón que le ciñe el alba y, con un movimiento rápido que pilla por sorpresa a Ramiro, se lo ata al cuello.
- Padre que... me está... apretando.

Ramiro sale de la iglesia todavía con el susto metido en el cuerpo, frotando con sus manos la marca que le ha dejado en el cuello el cerco del cíngulo. Camina unos metros como pensativo... busca con la mirada el poyete que señala el comienzo de las tierras de su tío, coge asiento y se entretiene observando cómo se desplaza el rebaño de cabras que dirige su primo. Visto desde lejos, el conjunto de animales se mueve lentamente, como las nubes, creando formas con las que Ramiro se recrea, igual que cuando era niño. El rebaño se le acerca por la vereda. El perro pastor que va de avanzadilla lo olfatea a una distancia prudencial, y pasa por delante de él sin mirarlo, igual que su primo y el resto de animales que, desfilan sumisos por el sendero. Una de las cabras se queda rezagada del grupo y emite un par de balidos entrecerrando los ojillos. Ramiro interpreta la voz cabruna de la misma forma que lo haría un macho cabrío; tensa su cuerpo aferrando las manos a sus rodillas hasta clavarse las uñas y, entre dientes le dice al animal: "no me mires así, cabrita...".

Mientras tanto las mujeres más ancianas acuden a la iglesia, extrañadas por no haber oído el tañido de las campanas, que habitualmente las convocan para celebrar la eucaristía. Cada una se dispone a ocupar su lugar en los bancos más cercanos al altar, avanzan a pasos cortos y en hilera. Todas se sorprenden cuando ven al padre Juan agarrado a una de las columnas que sostienen el crucero; tapan sus bocas y se persignan varias veces, conmovidas por lo que están viendo. El hombre está asido a la piedra con verdadera desesperación y arremete contra ella con la cabeza... Cuando empiezan a fallarle las fuerzas, su cuerpo resbala lentamente por los nervios de la columna, hasta dar contra el suelo. Entonces las mujeres se acercan y le rodean, sin atreverse a tocarlo, porque inexplicablemente el padre Juan está jurando en hebreo, sacudido por violentos espasmos.

Media hora más tarde, se formaron en la puerta de la taberna los primeros corrillos, que acogieron al chismorreo y el estupor. Fueron varias las conjeturas y dudas que surgieron, pues nadie tuvo claro cuál era la procedencia del cura, ni a qué orden religiosa pertenecía. Ante tanta incomprensión y desconocimiento le cargaron el muerto al diablo, que para estos casos de enajenación es el más apropiado.

Al día siguiente, cuando llegaron los del hospital con su semblante serio y sus trajes blancos, todos sintieron pena por él, al verlo inmovilizado en la camilla, tan pálido y con la mirada fija en el cielo, que esa mañana era de un azul intenso.

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