viernes, 27 de junio de 2014

No me acostumbro...


Hoy he vuelto a encontrarme contigo, estabas en el hilo de una conversación ajena. En las sílabas serpenteantes que pronunciaba una mujer que no se parecía a ti. Sin embargo, te he reconocido cuando las "ces" se han trasnformado en "eses", deslizándose sinuosas entre sus incisivos y la lengua. Me pasa con frecuencia, que suelo encontrarte entre desconocidas. Hoy he recordado tu seseo, y aquella forma de caminar, que recuperaba de mi vocabulario la palabra bamboleo. Siempre me gustó verte navegar por las aceras... De vuelta a casa paseo por donde tú caminabas a diario, y observo los árboles que tanto admirabas. Me recreo en sus formas, tratando de averiguar qué era lo que te hacía mirarlos de aquella manera. Por más que me esfuerzo, solamente veo árboles, nada más.

Cuando esto ocurre, que te encuentro camuflada entre gente extraña, me siento menos solo que otros días. Lo malo es que aviva mi deseo, y al llegar a casa vuelvo a observar las habitaciones con detenimiento, buscando pequeños detalles que haya podido pasar por alto en los últimos meses; objetos inertes que me conduzcan hacia ti. Restos de nuestras conversaciones que hayan podido quedarse adheridas a las paredes, escondidas en las esquinas. Por eso grito tu nombre contra ellas, esperando que el eco me devuelva tu voz, pero sólo escucho una voz ahogada, en la que no quiero reconocerme.

Y de vuelta a lo mismo, a eso que hago periódicamente. Abro armarios y cajones, en busca de tu tacto, tu olor y tu risa, pero sólo encuentro ropa desordenada y vacía que todavía conserva tus modos al desnudarte, y ese gusto tuyo por el negro. En esto me entretengo y, sin darme cuenta las horas traen de vuelta la noche. Con la llegada del invierno la luz decide marcharse a media tarde... las sombras hacen palpables los recuerdos, y con ellos el paso del tiempo. Me doy de bruces contra el cuando abro el segundo cajón de la cómoda. El tiempo hiberna ahí, aletargado entre fotografías de dos personas que han dejado de ser nosotros; los dos sonríen entre mis manos.

Sé que esta madrugada permaneceré despierto, volveré a esperarte aguzando el oído, atento a los sonidos de la ciudad trasnochadora, aún sabiendo que tú no llegarás con ellos. Porque no serán tus pasos apresurados los que escuche aproximándose al portal; el ascensor pasará de largo; nadie abrirá la puerta. No serán tus zapatos de tacón los que repiqueteen en el techo, y no serás tú la que pulse interruptores y abra los grifos. Tampoco a quien imagine caminando descalza y de puntillas... Pero, no te preocupes, por suerte la nostalgia suele darse por vencida antes del amanecer. 

martes, 29 de abril de 2014

Dulces sueños

Es justo antes de que te alcance el sueño,
cuando encuentro el aroma de la mantequilla
prendido en tus pequeñas manos.

Recién terminada la leche y las galletas,
después del colorín colorado...
diez hoyuelos acogen mis besos.

Reparto uno a uno, muy despacio...
Cuando anochece dejo cinco sueños
en cada una de tus manos.

Aguardan pacientes, como diminutas semillas.
El sol se cuela por las rendijas de la persiana,
y en ese momento, crecen  y se esparcen.

lunes, 31 de marzo de 2014

Hormigas ...

Hay quién fantasea con ser gigante,
hombre o mujer de enormes dimensiones
capaz de rasgar el cielo,
cambiar de lugar las nubes
y soplarle al viento.

Tú siempre imaginaste ser hormiga
para poder sentir la tierra,
crecer enraizado a ella.
Buscarle las cosquillas con tus andares
y abrirle túneles infinitos.

Pocas veces te enredó el viento,
a ras del suelo observas el paso de las nubes
mientras anidas en tus valores.
Y vas dejando un pequeño surco...
quizás imperceptible a vista de gigante,
pero siempre constante y palpable
para los que compartimos contigo el hormiguero.

jueves, 27 de marzo de 2014

Este es mi relato para el blog de Adictos de este mes. Cada uno-a teníamos que escribir una escena breve, que posteriormente sería desarrollada por otro miembro. Yo inicio el relato con la aportación de Dragón Rosa. El título del relato es: "Leandra, tu destino"

"Volví a leer el papelito que me trajo hasta aquí; un pequeño y viejo pedazo de pergamino con bordes irregulares. No me imaginé que en medio de esta conglomerada calle de comerciantes, existiera una linda cafetería. Aún no sé qué es lo que me impulsó a seguir las instrucciones de las elegantes letras, pero me llamó mucho la atención la exactitud de la fecha y la hora: calle de las Hilanderas nº 7. 2014, 27 de Marzo, a las doce del mediodía... y ese nombre de mujer que la firma: Leandra, tu destino".

Todavía faltaba media hora para las doce, pero Miguel no podía seguir dando vueltas a la manzana y mucho menos quedarse dentro del coche, esperando impaciente. "Voy a entrar. Tengo tantas ganas de saber quién es..." lleva meses soñando con ella, imaginándola, escuchando su voz entre desvelos, incluso jugando con la posibilidad de haberse enamorado de ella. Desde que compró aquel libro de segunda mano y, encontró el trozo de papel entre sus páginas, no ha podido sacarla de su cabeza. Ya ni recuerda qué hizo con él. "La mesa de las tres moiras" era su título. Dejó de estar interesado en su lectura en el momento que apareció ese trozo de papel.

Antes de empujar la puerta, lee la placa de metal que hay en el lado izquierdo de la fachada, "Fundada en 1920", eso acrecienta su curiosidad, "qué bien, seguro que encuentro objetos y rincones de aquella época". Siente el olor de la madera vieja cuando abre la puerta, y un primer vistazo a la decoración le hace sonreir, pues sus expectativas se han cumplido con creces. Todavía conservan el pavimento hidraúlico, el techo y las columnas de madera,  y una interminable barra de mármol blanco. No hay mucha gente a esa hora, puede elegir un lugar privilegiado para la observación; escoge una mesa que le permite ver a cierta distancia la entrada, y el paso de los viandantes a través de las ventanas. Para rellenar los minutos que restan, sigue haciendo lo mismo que ha hecho durante meses, imaginar a Leandra; ya por última vez, pues queda poco para que pueda conocerla, "vendrá caminando cadenciosamente por la acera soleada, apartando un mechón de pelo de su cara, entrando en la cafetería con paso lento y dubitativo, puede que recriminándose a sí misma el hecho de haber acudido, porque piensa que es remotámente imposible que alguien haya leído la nota, y la esté esperando".

Pasa el tiempo lentamente, recorre la esfera de los relojes a paso lento, mientras él la espera. Por ahora, sólo han entrado hombres, y uno de ellos en un estado de embriaguez que tienta con irse al suelo en cada trago. "Ya casi son las doce, según mi reloj, que ha sido cuidadosamente sincronizado con el de la emisora; esas señales horarias no fallan. Vaya, el camarero me mira de soslayo cada vez que pasa por mi lado, debo parecerle un tipo raro. Claro que, llevo media hora sentado frente a un cortado que sigue intacto, y mis dedos no dejan de tamborilear en la mesa. Quizás algún día vuelva y le cuente nuestra historia. Si, cuando ya estemos juntos Leandra y yo. Así tendrá otra anecdóta más que contar a los clientes: -aquí se conocieron... Él encontró una nota en un libro y acudió a la cita. Amor a primera vista. Leandra estaba en su destino...".

Las que lo miran sin disimulo son el trío de ancianas que tiene a la derecha. Esas mujeres ya estaban ahí sentadas cuando llegó. Empieza a incomodarle su forma de mirar y que sonrían entre ellas, "menudo trío de carcamales, qué les hará tanta gracia". La más anciana pasa entre sus dedos una hebra de lana y las otras la miran espectantes, "¿y ese jueguecito con el hilo? Luego el raro soy yo...¡Entra alguien!".
Es una mujer joven que lleva de su mano a una niña pequeña. Miguel las mira fijamente y se ruboriza aún cuando la mujer le mira sin verle a él, sólo busca un sitio donde sentarse con su hija. La niña le saca la lengua y él aparta la mirada. "Tengo que tranquilizarme para acercarme con acierto hasta ella, no puedo ir así con este tembleque en las manos, pensará que estoy enfermo o loco. Esperaré un rato". Sigue observándola disimuladamente para no incomodarla, aunque para eso ya está el borracho que entró hace unos minutos, y que no para de mirarle el culo. La niña en su inocencia le hace monerías con el peluche, y él le ríe las gracias, pero sin quitarle ojo al trasero de su madre. "Como le diga algo, me levanto y le parto la cara. Bueno, lo que faltaba, le ha quitado el osito a la cría, será desgraciado... Voy a decirle algo ¡vaya! se me ha adelantado el camarero; de todos modos voy".

- Perdone señorita, ¿la está molestando?-. La mujer le ignora, sólo le ha mirado unos segundos. Míguel piensa que debería ser él y no el camarero quien estuviera forcejeando con el borracho. - ¡Deje en paz a la niña! Deme el juguete ahora mismo-. Míguel se envalentona y añade dos brazos más al embrollo que ya se había formado entre el borracho y el camarero.

El hombre que está ebrio intenta zafarse de las manos del camarero y Míguel, que arremeten contra él torpemente, sin atreverse ninguno de los dos a golpearle con contundencia. Al final es Miguel quién rompe la ridiculez de la gresca, lanzando un puñetazo al aire."Cómo me duele la mano... y por qué se ríe a carcajadas el borracho". No entiende muy bien qué es lo que ha pasado hasta que ve al camarero sangrando por la boca. "No podría sentirme más ridículo, pero bueno, por suerte tengo el peluche".

- Tranquila, pequeña. Aquí tienes tu osito... ¡Qué hace este loco!-. El borracho les apunta ahora con una navaja, y amenaza con matar al oso de peluche. - Tranquilícese, guarde eso, vamos hombre. Está asustando a la cría.
- Por favor, no le haga daño, es sólo una niña-. La madre rompe a llorar.

Miguel trata de comprender cómo es posible que hayan llegado hasta esa situación, en la que un loco parece estar dispuesto a clavarle una navaja a un oso de peluche. Para proteger a la niña se pone delante de ella, aunque no cree que el hombre sea capaz de hacer algo así...
"No puedo pensar en otra cosa más que en el dolor que siento; en mi mente tengo la imagen de este loco hincándome la navaja, pero no sé si ha sido sólo una cuchillada o más, porque no puedo moverme". Entre todos los gritos, incluyendo los propios, escucha por primera vez en boca de otra persona, el nombre de mujer que le ha llevado hasta allí: -"¡Lea, Leandra!", ha sido otra mujer quién lo ha gritado. La misma que le zarandea con todas sus fuerzas, causándole un dolor insoportable; dos hombres lo alzan del suelo y vuelven a dejarlo en posición horizontal. "He caído sobre algo, puede que encima de la niña, pobrecita qué asustada estará"
Miguel la ve ahora de pie a su lado; su madre la abraza con fuerza y la niña aprieta la patita del oso que todavía lleva en su mano. Escucha otra vez el nombre de mujer que le trajo a este lugar, ese nombre que se le instaló en el pensamiento hace meses y ahora le perfora el ánimo. "Por primera vez Leandra y yo nos miramos. Los dos lloramos sin decir nada, mientras su madre intenta que aparte la vista de mi y, yo me esfuerzo por ofrecerle la mejor de mis sonrisas".

- Cariño, mírame. Vamos fuera para que el osito no se asuste.
- Pero mami, ese señor... tiene mucha sangre.

Las tres viejas se acercan a curiosear, siguen sonriendo y lo observan tranquilamente, mientras miran de soslayo a la más vieja de ellas, que todavía sostiene entre sus dedos una hebra de hilo grueso. Con gran parsimonia, la anciana saca del bolsillo derecho de su falda unas tijeras diminutas, y antes de cortar el hilo pronuncia unas palabras incomprensibles para Miguel: "ΛΕΑΝΔΡΟΥ, ήταν το πεπρωμένο σου"*.

*Traducción: Leandra era tu destino.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Un trocito de Manuel. Esta es mi participación para el mes de febrero en el blog Adictos a la escritura. Esta vez teníamos que utilizar la primera frase de una novela, como pistoletazo de salida a nuestro relato. Yo he escogido la novela de Luis Sepúlveda "Un viejo que leía novelas de amor".



“El cielo era una inflada panza de burro, colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas” de los cofrades, que se habían reunido en torno a la talla de la virgen. Enlutadas para la ocasión, las mujeres obsequiaban a la reina madre con sus oraciones, originando un murmullo de enjambre de abejas que invitaba a la modorra vespertina. Entre un grupo numeroso de feligresas sobresalía la cabeza pelona de Manuel, que permanecía ajeno a todo aquel ritual. Inseparable de su madre, le agarraba con fuerza la mano y aguantaba divertido como un tentetieso, los empujones y roces de otros cuerpos que no dejaban de sumarse al reducido espacio que ocupaban. Mientras todas rezaban con fervor, él permanecía en silencio y con los labios apretados. Uno de los pendones se había liberado de las cuerdas y estaba dando bandazos como si fuera un pájaro torpe. La tela morada se movía con violencia por las arremetidas del viento, que ya empezaba a esparcir algunas gotas de lluvia. Manuel encogió su cuerpo, y cerró los ojos unos segundos, imaginando el aleteo de un gran pájaro.
Alzó la vista hacia el cielo en busca del ave, pero se topó con un conglomerado de nubes bajas, que parecían confabularse contra el azul de su mirada y el alegre colorido de la ropa tendida en los balcones. Aquel cielo tan atormentado que parecía estar al alcance de la mano, originó el desasosiego de su madre que lo apretó contra ella, pronunciando sus oraciones en voz alta. Manuel le correspondió con todo el amor que tenía en ese momento, abrazándola con fuerza hasta alzarla unos centímetros del suelo. Una vez en tierra firme su madre luchó por abrirse paso entre la muchedumbre, llevando tras ella a su niño grande: “vamos, Manuel. Tenemos que volver a casa”, y él que ya empezaba a ver los resplandores en el horizonte se quedó varado, mirando boquiabierto el cielo;“¡Manuel! ¡hijo, vamos!”.


Aunque ya no lo recuerda, desde niño siempre escuchó decir a su abuela que las tormentas de verano no habían traído más que desgracias a su familia. La anciana decía esto con gravedad y verdadera tristeza, mirando a través de los ventanales del salón hacia el cielo encapotado. Manuel creció amedrentado por esta idea, sin saber muy bien qué era lo que debía temer, qué males podrían descargar las nubes a mediados de agosto. Nadie le contó lo que ocurrió veinte años antes de que él naciera, y nunca llegó a comprender la frase que un día empezó a escuchar: "míralo, igualito al tío José. Qué pena", las primeras veces a su espalda, entre sollozos; a estas le siguieron las miradas de frente acompañadas de alguna sonrisa y un beso en la sien. Ahora sólo lo compara con él su madre, mientras le afeita: "con barba eres clavadito a mi hermano José".
Siempre que Manuel pidió explicaciones a su abuela acerca de las tormentas, obtuvo la misma respuesta: "calla, es mejor que no sepas. ¡Y no salgas!". Aquella advertencia no hizo más que acrecentar su temor y su curiosidad. Se acercaba a los ventanales muy sigiloso, disfrutando de esa sensación placentera que produce el miedo controlado, pensando que no iba a pasarle nada. Qué mal podrían causarle a él aquellos nubarrones que eran tan bien acogidos por los demás. El chico observaba que con la llegada de la lluvia, las casas se abrían a la brisa fresca, e invitaba al sosiego y a la contemplación de la lluvia. Las vecinas sacaban las macetas a las aceras; sus amigos interrumpían las siestas y salían a festejar la llegada del agua, saltando descalzos en los charcos: “¡baja, Manuel!. Ven a jugar con nosotros”. Mientras tanto él solo se atrevía a asomar su perfil por una rendija de la ventana, para no contrariar a sus mayores.
Le gustaba el olor a tierra mojada que parecía ascender serpenteante por la hiedra de la fachada, buscándolo a él, hasta que conseguía colarse por su nariz respingona y entreabrir su boca. Pero lo que le provocaba verdadera fascinación eran los relámpagos y, en general cualquier destello de luz que le evocase este fenómeno. Manuel abría todos los cajones y armarios de la casa en busca de objetos que ofrecidos al sol centellearan; eran apenas unos segundos en los que podía contemplar la luz y casi tocarla, imaginándola caliente y punzante como un rayo.
Venga, Manuel. No te pasará nada...”, su mano pequeña y delgada abrió no más de un palmo la puerta que daba al patio; “sal por aquí, para que no te vean”. El niño anduvo unos pasos mirando al cielo... una veladura blanquecina desvanecía el color del sol, y por el este vio que se aproximaban los nimbos grisáceos que lanzaban destellos contra la tierra. Decidió caminar hacia ellos, ir a su encuentro, por un sendero de babia de la que ya nunca regresaría.
Desde aquel encontronazo con la madre naturaleza, el chico tiene dibujada una “y” griega en el cráneo y conserva la misma mirada infantil e inocente de aquel día. Después de aquella tarde, a sus amigos les dijeron que una nube se había llevado un trocito de Manuel…, que ya no iba a ser el mismo: “ya no podrá ir a la escuela con vosotros” ni comer tierra a escondidas, coger tritones en las acequias, prender fuegos, robar el vino de la iglesia o levantar las faldas a las niñas.


Manuel no recuerda nada y sigue sin encontrar una explicación al pavor que siente su madre cuando ahora la ve tirando de él con todas sus fuerzas: “vamos hijo, ¡camina!”; suplicándole que se mueva mientras empiezan a caer las primeras gotas de lluvia desacompasadas y gruesas. Él ya percibe ese olor a tierra mojada que trepa por sus piernas, buscándole; trenzando su intención de caminar hasta embriagar la poca voluntad que le queda.

martes, 28 de enero de 2014

Con este relato participo en el Blog "Adictos a la escritura". Elegí la fotografía nº 1, con lo que tenía que escribir un relato costumbrista, que guardara relación con el tema de la foto... En fin, esto es lo que se me ha ocurrido.

"Juego de niños"
El primer domingo de cada mes la plaza del ayuntamiento acoge en sus soportales un mercado de antigüedades y enseres, cuanto menos curiosos y de dudosa utilidad. Los paseantes empiezan a rondar los puestos sobre el mediodía, pero a primera hora de la mañana ya se afanan los de siempre para poner a punto las mesas y cajones, que utilizan como expositores. A las ocho en punto llega Mariano, tirando de su carro de la compra y de otro artilugio que él mismo ha fabricado para transportar la silla y las mesas plegables. Pese a cargar ya con la edad de setenta y ocho años,  cruza por el centro de la plaza, trazando una diagonal con vigorosos pasos, mostrando ante sus competidores filatélicos una fuerza y energía sobrenaturales. Como siempre, llegando al final de la trazada, se para y saca hábilmente de su bolsillo derecho un metro, como el que desenfunda un revolver. Lo muestra en alto a los que han madrugado más que él, que son otros dos viejitos con los que lleva compartiendo su pasión por el coleccionismo de sellos desde que eran unos infantes. Ya se conocen y toleran desde hace décadas, pero la obsesión de Mariano por el orden y la exactitud todavía les exaspera; tiemblan ante la posibilidad de haberse pasado unos centímetros en la colocación de sus expositores.
- Buenos días, Mariano. No te molestes en pasar el metro por aquí, que hoy me he mantenido a raya.
- Buenos días, Pablete. Que me lo digas nada más verme... ya me hace sospechar. Si no te importa, lo mido en un momento.
- Ya ha llegado "Mariano, metro en mano"- Isidoro lanza una carcajada que repiquetea en ecos entre las columnas de la plaza.
- Menos risas, que luego te toca a ti... 

El anciano no sólo mide los puestos de sus compañeros, sino que divide el rectángulo exterior que conforma la plaza en porciones exactas de tres metros, haciendo marcas en el suelo con tiza. Cada vez se agacha con más dificultad, y se levanta agarrándose la abultada barriga como si de un saco de patatas se tratara. Los últimos metros los marca con el pie, tirando al suelo un trozo de la arcilla blanca y pisándolo con rabia. Mientras él hace esto, los demás abandonan sus quehaceres y observan con temor los movimientos ralentizados y la respiración agitada del anciano.
- ¡Déjalo ya, Mariano, que te va a dar algo!... - le grita Pablo.
- ¡Si no me cuesta nada!. - le contesta Mariano, tosiendo como un perro.

Lo primero que hace al volver a su espacio, es abrir la silla y sentarse; mientras se abanica con un cartón, la tripa le sube y le baja al ritmo frenético que marcan sus pulsaciones; parece un globo a punto de estallar.
- Anda toma, bebe un poco de agua. Un día nos vas a dar un buen susto, por culpa de esa manía que tienes...
- Ya te gustaría a ti, Isidoro – su compañero ladea la cabeza y se retira a su mesa, donde sigue colocando los sellos y las monedas. - Que te conozco, bacalaó...
- Estás muy equivocado conmigo.

Cuando recupera el aliento despliega las dos mesas y las cubre con uno de los manteles que antaño bordó a mano su suegra, y que formaron parte del ajuar. En uno de los laterales, el que pone mirando para si mismo, se pueden leer dos letras entrelazadas: "MyF". No puede evitar sentir nostalgia y acaricia las iniciales con las yemas de los dedos, el tacto suave y aterciopelado del hilo le evoca a su esposa.
- Ay, mi dulce pelirrojilla, tú si que me entendías... – lo dice muy bajito, casi sin mover los labios.
- Perdone, ¿le importa si dejo aquí mis trastos? Será sólo un momento. - una voz femenina interrumpe sus pensamientos. Alguien ha dejado sobre su mesa una bolsa de tela. A Mariano no le da tiempo a ver quién es, pues desaparece por detrás de la columna antes de que levante la mirada del mantel.

Aparta la bolsa de un manotazo, tirándola al suelo, y malhumorado da inicio al ritual de colocar los sellos. Los conserva en cartulinas negras, cubiertos por una fina lámina de plástico; siempre sigue un mismo orden: deja un dedo de margen en el lado izquierdo de la mesa, cuatro dedos en el inferior, el más cercano a los curiosos y a las manitas sucias de los niños; y para compensar ese vacío utiliza todo el espacio en el lado superior. El extremo derecho es para las cajas de cartón que contienen guantes de plástico desechables, pañuelos de papel, unas pinzas de metal y sobres; según él todo lo necesario para la adecuada manipulación de los sellos.
Terminado el ritual, observa el puesto de frente, imaginando ser un comprador... tras alinear las cajas se dá a sí mismo el visto bueno; ya puede sentarse a esperar... Al rodear la mesa tropieza con la bolsa de la extraña que ha desaparecido hace un momento. La recoge del suelo y lanza una mirada de vieja cotilla a su interior; "bah, sólo son globos", esta vez la trata con más cuidado, dejándola sobre el carro de la compra.
- ¿Mi bolsa?...- le pregunta la muchacha, que ha vuelto cargada con una especie de bombona de gas.
Mariano ni la mira, con su mano izquierda señala el lugar donde la ha dejado, y por el rabillo del ojo observa lo que empieza a hacer la chica. Infla con helio globos de varios colores y formas, a cada uno le ata una cuerda fina en el extremo de la goma y los deja atados a una argolla que ha anclado en la mesa de Mariano, quien teme por su colección de sellos.
- ¿No podrías hacer esto en otro sitio? - le dice, mientras pone recta una de las cartulinas, después la mira frunciendo el ceño, pero no puede evitar que sus cejas se enarquen.
La muchacha se gira y le mira a los ojos, voltea con su mano el abundante pelo de color naranja y le regala una sonrisa tierna.
- Perdóneme, no quería molestarle. Sólo buscaba un poco de compañía... - le dice, recogiendo sus bártulos.
- ¿Qué haces?, quiero decir... con los globos.

Ella empieza a contarle, sonríe mientras le habla, incluso consigue hacerle reír con alguna de sus anécdotas... Mariano atiende en todo momento a la muchacha, ajeno a la actividad de los demás anticuarios y coleccionistas, que extrañan su ausencia en la organización del mercadillo. Por un momento ha perdido su eterna expresión de enfurruñamiento, se ha olvidado del orden y el desorden, de la confusión que siente a veces y de su vida errática.
- Los niños van a quedar encantados con lo que haces, se aburren mucho por aquí, y lo toquetean todo.
- Ahora lo veremos... - se dirige al centro de la plaza, llevando entre sus manos un puñado de hilos con globos que se agitan inquietos, como deseosos de llegar  por fin a unas manos pequeñas.

Mariano la sigue con la mirada; se queda embelesado, con la misma expresión que tienen los niños que ya están apiñados en torno a ella.
- ¿No me digas que te has enamoraó, Mariano?- Isidoro y Pablo se compinchan entre risas. - Si es una chavala y tú ya estás para vestir sudario...
- No os voy a dar el gusto... mejor me callo; no me entendéis.
- Que si, Mariano, te entendemos... - Pablo le da unas palmotadas en la espalda- Pero es que nos gusta mucho hacerte rabiar, como cuando éramos niños, ¿te acuerdas?

La plaza se ha llenado de color y de risas infantiles que cantan formando un corro; de los hilos atados a las muñecas de los niños flotan perros azules, margaritas rojas, jirafas verdes, ositos rojos...
Los tres ancianos sonríen divertidos, observando los juegos de los niños, despreocupados de sus colecciones de sellos, y tal vez... recordando su niñez.