martes, 28 de enero de 2014

Con este relato participo en el Blog "Adictos a la escritura". Elegí la fotografía nº 1, con lo que tenía que escribir un relato costumbrista, que guardara relación con el tema de la foto... En fin, esto es lo que se me ha ocurrido.

"Juego de niños"
El primer domingo de cada mes la plaza del ayuntamiento acoge en sus soportales un mercado de antigüedades y enseres, cuanto menos curiosos y de dudosa utilidad. Los paseantes empiezan a rondar los puestos sobre el mediodía, pero a primera hora de la mañana ya se afanan los de siempre para poner a punto las mesas y cajones, que utilizan como expositores. A las ocho en punto llega Mariano, tirando de su carro de la compra y de otro artilugio que él mismo ha fabricado para transportar la silla y las mesas plegables. Pese a cargar ya con la edad de setenta y ocho años,  cruza por el centro de la plaza, trazando una diagonal con vigorosos pasos, mostrando ante sus competidores filatélicos una fuerza y energía sobrenaturales. Como siempre, llegando al final de la trazada, se para y saca hábilmente de su bolsillo derecho un metro, como el que desenfunda un revolver. Lo muestra en alto a los que han madrugado más que él, que son otros dos viejitos con los que lleva compartiendo su pasión por el coleccionismo de sellos desde que eran unos infantes. Ya se conocen y toleran desde hace décadas, pero la obsesión de Mariano por el orden y la exactitud todavía les exaspera; tiemblan ante la posibilidad de haberse pasado unos centímetros en la colocación de sus expositores.
- Buenos días, Mariano. No te molestes en pasar el metro por aquí, que hoy me he mantenido a raya.
- Buenos días, Pablete. Que me lo digas nada más verme... ya me hace sospechar. Si no te importa, lo mido en un momento.
- Ya ha llegado "Mariano, metro en mano"- Isidoro lanza una carcajada que repiquetea en ecos entre las columnas de la plaza.
- Menos risas, que luego te toca a ti... 

El anciano no sólo mide los puestos de sus compañeros, sino que divide el rectángulo exterior que conforma la plaza en porciones exactas de tres metros, haciendo marcas en el suelo con tiza. Cada vez se agacha con más dificultad, y se levanta agarrándose la abultada barriga como si de un saco de patatas se tratara. Los últimos metros los marca con el pie, tirando al suelo un trozo de la arcilla blanca y pisándolo con rabia. Mientras él hace esto, los demás abandonan sus quehaceres y observan con temor los movimientos ralentizados y la respiración agitada del anciano.
- ¡Déjalo ya, Mariano, que te va a dar algo!... - le grita Pablo.
- ¡Si no me cuesta nada!. - le contesta Mariano, tosiendo como un perro.

Lo primero que hace al volver a su espacio, es abrir la silla y sentarse; mientras se abanica con un cartón, la tripa le sube y le baja al ritmo frenético que marcan sus pulsaciones; parece un globo a punto de estallar.
- Anda toma, bebe un poco de agua. Un día nos vas a dar un buen susto, por culpa de esa manía que tienes...
- Ya te gustaría a ti, Isidoro – su compañero ladea la cabeza y se retira a su mesa, donde sigue colocando los sellos y las monedas. - Que te conozco, bacalaó...
- Estás muy equivocado conmigo.

Cuando recupera el aliento despliega las dos mesas y las cubre con uno de los manteles que antaño bordó a mano su suegra, y que formaron parte del ajuar. En uno de los laterales, el que pone mirando para si mismo, se pueden leer dos letras entrelazadas: "MyF". No puede evitar sentir nostalgia y acaricia las iniciales con las yemas de los dedos, el tacto suave y aterciopelado del hilo le evoca a su esposa.
- Ay, mi dulce pelirrojilla, tú si que me entendías... – lo dice muy bajito, casi sin mover los labios.
- Perdone, ¿le importa si dejo aquí mis trastos? Será sólo un momento. - una voz femenina interrumpe sus pensamientos. Alguien ha dejado sobre su mesa una bolsa de tela. A Mariano no le da tiempo a ver quién es, pues desaparece por detrás de la columna antes de que levante la mirada del mantel.

Aparta la bolsa de un manotazo, tirándola al suelo, y malhumorado da inicio al ritual de colocar los sellos. Los conserva en cartulinas negras, cubiertos por una fina lámina de plástico; siempre sigue un mismo orden: deja un dedo de margen en el lado izquierdo de la mesa, cuatro dedos en el inferior, el más cercano a los curiosos y a las manitas sucias de los niños; y para compensar ese vacío utiliza todo el espacio en el lado superior. El extremo derecho es para las cajas de cartón que contienen guantes de plástico desechables, pañuelos de papel, unas pinzas de metal y sobres; según él todo lo necesario para la adecuada manipulación de los sellos.
Terminado el ritual, observa el puesto de frente, imaginando ser un comprador... tras alinear las cajas se dá a sí mismo el visto bueno; ya puede sentarse a esperar... Al rodear la mesa tropieza con la bolsa de la extraña que ha desaparecido hace un momento. La recoge del suelo y lanza una mirada de vieja cotilla a su interior; "bah, sólo son globos", esta vez la trata con más cuidado, dejándola sobre el carro de la compra.
- ¿Mi bolsa?...- le pregunta la muchacha, que ha vuelto cargada con una especie de bombona de gas.
Mariano ni la mira, con su mano izquierda señala el lugar donde la ha dejado, y por el rabillo del ojo observa lo que empieza a hacer la chica. Infla con helio globos de varios colores y formas, a cada uno le ata una cuerda fina en el extremo de la goma y los deja atados a una argolla que ha anclado en la mesa de Mariano, quien teme por su colección de sellos.
- ¿No podrías hacer esto en otro sitio? - le dice, mientras pone recta una de las cartulinas, después la mira frunciendo el ceño, pero no puede evitar que sus cejas se enarquen.
La muchacha se gira y le mira a los ojos, voltea con su mano el abundante pelo de color naranja y le regala una sonrisa tierna.
- Perdóneme, no quería molestarle. Sólo buscaba un poco de compañía... - le dice, recogiendo sus bártulos.
- ¿Qué haces?, quiero decir... con los globos.

Ella empieza a contarle, sonríe mientras le habla, incluso consigue hacerle reír con alguna de sus anécdotas... Mariano atiende en todo momento a la muchacha, ajeno a la actividad de los demás anticuarios y coleccionistas, que extrañan su ausencia en la organización del mercadillo. Por un momento ha perdido su eterna expresión de enfurruñamiento, se ha olvidado del orden y el desorden, de la confusión que siente a veces y de su vida errática.
- Los niños van a quedar encantados con lo que haces, se aburren mucho por aquí, y lo toquetean todo.
- Ahora lo veremos... - se dirige al centro de la plaza, llevando entre sus manos un puñado de hilos con globos que se agitan inquietos, como deseosos de llegar  por fin a unas manos pequeñas.

Mariano la sigue con la mirada; se queda embelesado, con la misma expresión que tienen los niños que ya están apiñados en torno a ella.
- ¿No me digas que te has enamoraó, Mariano?- Isidoro y Pablo se compinchan entre risas. - Si es una chavala y tú ya estás para vestir sudario...
- No os voy a dar el gusto... mejor me callo; no me entendéis.
- Que si, Mariano, te entendemos... - Pablo le da unas palmotadas en la espalda- Pero es que nos gusta mucho hacerte rabiar, como cuando éramos niños, ¿te acuerdas?

La plaza se ha llenado de color y de risas infantiles que cantan formando un corro; de los hilos atados a las muñecas de los niños flotan perros azules, margaritas rojas, jirafas verdes, ositos rojos...
Los tres ancianos sonríen divertidos, observando los juegos de los niños, despreocupados de sus colecciones de sellos, y tal vez... recordando su niñez.